Eduardo López Moreno es uno de los mayores expertos mundiales sobre el desarrollo urbano. Nacido en Guadalajara, ha hecho carrera académica en el universidades fuera de México y es desde la década pasada director de investigación de ONU-Hábitat, el programa de la Organización de las Naciones Unidas para el desarrollo sostenible de las ciudades.
Desde el 2008 López Moreno ha encabezado los trabajos de lo informes State of the World’s Cities. No es una sorpresa que los títulos de esos informes son Ciudades en Armonía y Prosperidad de las Ciudades.
— En el concierto mundial de ciudades contemporáneas, ¿dónde están las ciudades mexicanas?
— Si hablamos de las ciudades más prosperas y más innovadoras, las ciudades mexicanas figuran poco en el concierto mundial. Tal vez algunas de ellas como casos aislados y en áreas muy específicas. Nuestra base de datos, que cuenta con más de 15.000 buenas prácticas, no reporta muchos casos mexicanos.
En promedio, las ciudades mexicanas aparecen en la parte media de la tabla del progreso y el desarrollo. Por ejemplo, en los últimos 10 años su nivel de reducción de pobreza fue más bien limitado, comparado con la región. Igual en lo que respecta a la reducción de la desigualdad en el ingreso que fue de tan solo 4.3 puntos porcentuales (con un coeficiente de Gini que pasó de 0.476 en el 2002 a 0.456 en el 2010), la mitad en comparación con Panamá, Brasil y Nicaragua, y tan solo un cuarto de lo que hizo Perú, el país más exitoso de Latinoamérica. Las ciudades mexicanas experimentaron un progreso importante en la reducción de asentamientos pobres informales, pasando de 20% en el 2000 al 14.4%, un poco por arriba de la media regional que fue de 20%.
Sin embargo, han sido limitadas las innovaciones para apoyar cambios en la forma, funcionalidad y gestión de las ciudades. La creatividad en el fortalecimiento institucional, el desarrollo de la información y el conocimiento y el uso de la tecnología, han tenido un éxito más bien exiguo.
Esto no ha permitido que las ciudades mexicanas se conviertan en ejemplos paradigmáticos de cambio.
Por supuesto que hay ciudades que experimentan avances notables: Aguascalientes en el área del desarrollo social; la ciudad de México en la reducción de la violencia y la provisión de espacios públicos; Colima, Durango y Hermosillo en la reducción de la desigualdad en el ingreso. Sin embargo, en general las ciudades mexicanas no han sido capaces de usar innovaciones sociales e institucionales como una forma de capital creativo.
— ¿Qué lecciones podemos aprender de las mejores prácticas internacionales?
— Son una masa crítica de conocimientos. Las mejores prácticas no son sólo un catálogo bien documentado de lo que funciona. Es un marco de análisis donde podemos decantar cómo se dio el proceso que permitió un cambio cualitativo en la forma de hacer las cosas y también de entender quiénes estuvieron en la base de esos cambios. Las buenas prácticas no se deben de copiar ni trasponer. Muchas veces no funcionan ni en la misma ciudad donde se aplicaron antes. Sin embargo, su conocimiento es importante para saber cómo en una ciudad particular se creó un momento de cambio y se fomentó un compromiso político.
La coordinación de las Buenas Prácticas y políticas al seno de la ONU Hábitat me ha enseñado a entender que el éxito no es un accidente. Para que las cosas funcionen se requiere de un compromiso político de largo plazo y eso ha sido un ingrediente que falta en mucha acción pública y privada en las ciudades mexicanas. Se requiere también de reformas políticas e institucionales acompañadas de mecanismos de implementación real. Además de los procesos claros de consulta y de fortalecimiento de la ciudadanía, las buenas prácticas conllevan un fortalecimiento de la confianza y el dialogo político, no solo técnico. En muchas ciudades mexicanas las instituciones públicas sufren de legitimidad (política y técnica) y cualquier minoría activa puede derrumbar buenos proyectos. Es claro que con tantos años de violencia e inseguridad en muchas ciudades mexicanas, el capital social se ha erosionado y las relaciones de convivencia y desarrollo comunitario se han alterado. Una buena gobernabilidad requiere reconstruir esos valores intangibles y ponerlos al centro de la acción pública. Requiere también medir como se dan esos cambios. Las buenas prácticas nos enseñan todo eso, pero infelizmente tendemos a olvidarlo.
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