La escogencia del vicepresidente en las elecciones de EEUU

Entre las particularidades de la elección presidencial de los Estados Unidos se encuentra la selección del vicepresidente.

El vicepresidente es una persona escogida a total discreción por el candidato para que lo acompañe en la carrera hacia la Casa Blanca, pero electa en conjunto con el presidente por el voto popular. Su principal función constitucional es suplir la ausencia absoluta o temporal del presidente y presidir el Senado, pero su voto en dicho cuerpo legislativo es válido solo para desempatar una votación en su seno. De resto, el vicepresidente es un asesor de confianza del presidente, y su rol administrativo o gubernamental depende de la confianza y delegación de atribuciones que en él haga el propio mandatario. Hay vicepresidentes que han sido tremendamente influyentes e importantes y otros han sido absolutas nulidades.

Pero en el terreno electoral, la selección del vicepresidente es un dilema estratégico. Y en algunos escenarios, clave para definir los resultados. Su escogencia revela el criterio que orienta a quien pretende dirigir los destinos de la nación y la tendencia que domina su facultad de constituir gobierno y nombrar colaboradores. Es una especie de pista acerca de cómo piensa rodearse el futuro presidente.

A través del perfil del candidato a vicepresidente también se construye una narrativa electoral y se demarcan prioridades en el plano de las políticas públicas. El récord público del posible vicepresidente puede ayudar o destruir una candidatura presidencial, puesto que sus ideas –o ausencia de ellas– las adhiere el candidato presidencial. Y, lo más importante, ese eventual compañero de fórmula es un presidente in pectore; es decir, alguien que asumirá el mandato constitucional si falta el presidente. Por ello, su designación es quizás la más delicada. Un ministro puede o no funcionar en el cargo, pero es de libre nombramiento y remoción. Con el vicepresidente, en cambio, deberá convivir aún ante el terrible evento de la pérdida de confianza. De allí que su selección pase por un vetting (investigación de antecedentes) como se designa el complejo proceso que adelanta un equipo multidisciplinario y de la más alta confianza del candidato presidencial. Es obvio que el partido propone e intenta influir en esa decisión, pero al final es una opción personalísima del aspirante a ocupar la Casa Blanca, que comienza por un voto de confianza y pasa por un examen de cualidades, ideas y antecedentes.

Esta semana, Donald Trump destapó a su compañero de fórmula, mientras que Hillary Clinton lo hará muy pronto, antes de la convención demócrata, que tendrá lugar del 25 al 28 de julio, en Filadelfia. Clinton apuesta a lograr dos impactos positivos: uno con dicha selección y otro con el momento emocional que se puede construir en la convención.

Trump seleccionó al gobernador de Indiana, Mike Pence, una figura polémica que gobierna en un estado tradicionalmente republicano. Es controversial porque su visión de la sociedad es radicalmente contraria a la diversidad cultural, social y demográfica que caracteriza a los Estados Unidos. Ha promovido la iniciativa de dejar sin fondos públicos en su estado a las organizaciones sanitarias y de activismo alrededor de la salud y de los derechos reproductivos de la mujer y las familias, como Planned Patenthood; propone criminalizar en todo el país el aborto por la vía de una legislación federal; ha postulado rebajas de impuestos a las corporaciones con recortes al gasto educativo en los presupuestos públicos, asomando su preferencia por privatizar la educación. Por si fuera poco, Pence no solo se opone radicalmente a la reforma migratoria integral, sino a que los nacidos en territorio de Estados Unidos, de padres inmigrantes, sean ciudadanos. Y, entre muchas otras cosas, fue protagonista de la primera legislación estadal intentando revertir los derechos adquiridos por la comunidad LGBT. Pero todavía hay más: carece de experiencia en materia internacional, frente de especial importancia en el plano electoral y presidencial de Estados Unidos. Es, pues, un fiel espejo del pensamiento supremacista blanco y reaccionario que expresa en sus erráticos discursos el inefable Trump, pero sin el carisma o la excentricidad de este.

Como es evidente, Trump no suavizó su perfil o mostró alguna apertura con esta decisión. Tampoco procuró ganar un estado pendular, que son los campos de batalla que definen las elecciones presidenciales. Se atrincheró en su radicalismo xenófobo y reaccionario. Pero hay algo más, el crecimiento económico de Indiana es más bajo que el del promedio nacional, y, entre muchos otros indicadores de gestión de gobierno, la suya no es representativa de un caso exitoso. Basta citar un ejemplo: la construcción de nuevas viviendas ha decaído dramáticamente en el estado de Pence, ocupando el puesto 38 (entre los 50 estados) en el ranking de desempeño económico. Es un estado industrial, donde la manipuladora retórica en contra del libre comercio, que asoma el populismo de derechas de Trump, puede encontrar asidero y desde allí intentar una referencia para el debate… Pero ya ese estado se encuentra en el lado republicano desde el arranque: Trump gana allí en todas las encuestas y Hillary Clinton no pudo ganar ahí contra Bernie Sanders en las primarias demócratas. En consecuencia, esa designación no suma un ápice a Trump en la geografía electoral, y menos en la búsqueda de nueva capilaridad con electores que su retórica ha marginado o, incluso, edificado rechazos históricos.

En el otro extremo, Hillary Clinton ha venido manejando su decisión con cautela e inteligencia. Ha tanteado distintas expresiones que le permitan reforzar su influencia en algún colectivo electoral, conquistar nuevos espacios o estados claves, pero sobre todo, piensa en alguien que pueda contribuir al debate. Se habla de varios nombres, incluyendo a la senadora Elizabeth Warren, quien ya juega un papel fundamental en la campaña. Pero no parece que la lista definitiva de posibles “destapados” incluya a Warren ni que ella lo desee. De escoger un senador que cumpla con las complejas disposiciones que regulan los periodos, muy posiblemente su preferencia apunte al senador de Virginia, Tim Kaine, exitosísimo ex alcalde de Richmond, ex gobernador de Virginia, destacado por sus habilidades como negociador político (se le conoce como constructor de acuerdos y puentes en el Senado), para influir en electorados casquivanos en su comportamiento electoral.

Hillary hizo, además, un excelente papel en las primarias de Virginia (donde prácticamente duplicó la votación de Trump). Asegurar este estado es fundamental en la cuenta de los colegios electorales y un candidato como Tim Kaine puede ser de gran utilidad en la conquista de escenarios como Florida y Ohio. Kaine, quien habla perfecto español, se encuentra muy comprometido con la agenda hispana y en su gestión como senador mostró un particular interés en la política hacia América Latina. Esta semana Hillary Clinton hizo campaña en el norte de Virginia con el senador Kaine y protagonizaron un acto de impacto mediático que seguramente se reflejará en los sondeos. Kaine goza de mucha confianza e intimidad con los Clinton; de hecho, fue uno de los primeros promotores de la candidatura de Hillary.

Han sonado otros nombres interesantes, como el del novel y popular senador Cory Booker, de Nueva Jersey, campeón del movimiento progresista, y el del popular senador Sherrod Brown, de Ohio, estado clave en la elección y hombre con base en el mundo laboral o sindical, pero sus eventuales designaciones pondrían en riesgo el control del Senado.

Por ello, el otro candidato a vicepresidente en la lista final de Clinton es el exitoso y carismático ex-alcalde de San Antonio, Julián Castro, hoy secretario de Vivienda y Planeación Urbana del gobierno de Obama. Castro es, sin duda, una de los cuadros más prometedores de la política norteamericana. Viene de Texas, un estado que todavía se cuenta como republicano… pero desde las ciudades de San Antonio, Houston, Austin y Dallas viene avanzando una transformación demográfica que podría capitalizar el propio Castro, si se propusiera en ser gobernador. Sería el primer demócrata en lograr ese cargo, desde los tiempos de la extraordinaria líder demócrata Ann Richards, quien gobernó Texas de 1991 al 95.

Castro entusiasmaría el voto hispano, particularmente al colectivo mexicano-americano de varias generaciones en Estados Unidos. Muy probablemente, galvanizaría y movilizaría la dirigencia hispana del partido, pues ha sostenido estrecho y prolongado contacto con líderes claves del movimiento latino, así como con los miembros de la conferencia hispana en el Congreso. Si bien el favoritismo de Clinton entre los latinos es muy alto (una reciente encuesta de Univisión lo registra en 80%) –no necesita pues, a Castro para conseguirlo–, su candidatura a vicepresidente sería una contundente respuesta al racismo y xenofobia de Trump. Por otro lado, Castro podría encarnar una “estrategia de movilización del voto latino” (asunto vital, porque los índices de participación pueden ser bajos) y sería fundamental en estados pendulares, como Nevada, Colorado, Arizona y Nuevo México, en el oeste, y en la Florida, donde su imagen es muy bien percibida por las nuevas generaciones de latinos, segmento clave en la movilización, que era territorio Sanders.

Julián Castro no es el único latino en la lista de posibles vicepresidentes de Clinton. Están también el secretario del Trabajo, Tom Pérez (de origen dominicano, con influencia en el mundo sindical), y el líder de la convención hispana en el Congreso, Xavier Becerra. Ambos políticos carismáticos y de gran valor agregado en una fórmula electoral. Pero Castro es el único que, según los entendidos, persiste en la lista de finalistas de Hillary, quizá porque ha hecho campaña con ella desde muy temprano por todo el país y porque fue el primer miembro del gabinete de Obama en apoyarla públicamente. Castro ha grabado emotivas piezas publicitarias difundidas en televisión, por lo que es posible conjeturar que su impacto ya ha sido medido como compañero de fórmula.

Queda claro que Hillary ha madurado su escogencia con conciencia del papel de su vicepresidente, no solo en la elección sino durante la presidencia. Ha mostrado una estratégica y táctica combinación de confianza y cálculo político. Quien sea el elegido será expresión de ideas nuevas y de tendencias demográficas acordes con los nuevos paradigmas de la sociedad estadounidense. Será un vicepresidente que represente la pluralidad de un país impulsado hacia el futuro.