Maduro y Fujimori: retar al Parlamento sale caro

Corría el mes de abril del año 1992 y Alberto Fujimori en el Perú hacía la penúltima trastada antiparlamentaria del continente americano. El presidente disolvía un Parlamento que le incomodaba por no contar allí con la mayoría, y lo hacía con el beneplácito de buena parte de los peruanos. Encuestas de la época reflejaron que más del 70% del electorado aplaudía la medida (Apoyo, abril 1992). Era en ese entonces presidente de Venezuela Carlos Andrés Pérez, quien tampoco vivía sus mejores tiempos pues acababa de vencer a un fallido pero popular golpe de Estado encabezado por el comandante Chávez, y su gobierno atravesaba serios problemas de gobernabilidad, incluidos los conflictos con su propio Parlamento nacional. Pero era un demócrata, y fue el de Carlos Andrés el primer gobierno que llamó a consulta a su embajador, y lo retiró posteriormente, rompiendo así formalmente relaciones con la dictadura peruana. Ayer tras el autogolpe madurista, y en clara reciprocidad, fue el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski del Perú el primero en llamar a consultas a su embajador.

En lo que ha sido un paulatino camino antidemocrático, Maduro consumó su entrada al totalitarismo, al concentrar todo el poder y expropiar a la Asamblea Nacional de su facultad legislativa, mediante una sentencia del máximo tribunal. El pasado 20 de octubre, el gobierno de Maduro había ya cruzado una línea amarilla cuando anuló las posibilidades del referéndum revocatorio, pero el 30 de marzo cruzó la temida línea roja para entrar en la oscuridad totalitaria.

El Parlamento no sólo es el espacio institucional del diálogo en una sociedad, sino que es el contrapeso natural del Ejecutivo, de la separación de poderes que caracteriza cualquier sistema de gobierno legítimo. Pero en Venezuela, además, el parlamento es la institución nacional con mayor legitimidad. Dentro de las muy vapuleadas instituciones nacionales, es la Asamblea Nacional la que goza de relativo mayor prestigio (41%). Muy por encima del menguado reconocimiento popular con el que cuenta, el Tribunal Supremo de Justicia, del 23% (Datanálisis, marzo 2017), y la propia figura presidencial. En ese sentido es muy distinta a la situación peruana del 92.

Fujimori eliminó el Parlamento acabando de ganar unas elecciones populares y la opinión pública le aplaudió al hacerlo. Maduro lo hace cuando cuenta con un exiguo 20% de popularidad nacional. Tampoco existía en 1992 la Carta Democrática Interamericana, un compromiso hemisférico suscrito entre todos los países americanos para abrazar la democracia y sus formas, que fue suscrita precisamente en Lima tras la salida de Fujimori del poder, en una especie de promesa de “nunca más” que hoy se ha vulnerado.

El presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela y el líder de Primero Justicia, Julio Borges, ha roto en jirones ante las cámaras televisivas esa sentencia tribunalicia, expresando así, de una poderosa y simbólica manera, un conflicto entre poderes que llega a su clímax. ¿Qué puede pasar ahora? En buena medida dependerá de lo que suceda en los próximos días.

El gobierno venezolano recibe mayor presión internacional cada día que pasa. A la llamada a consulta del embajador peruano han seguido, en cascada, varios representantes de países latinoamericanos y notas de protesta de mandatarios de todos el mundo. El amplio informe de Luis Almagro da cuenta de la tragedia del país, que va más allá del secuestro de los derechos políticos de los venezolanos, y apura por una solución. Con una hiperinflación que ya va por su tercer año, se ha generado un empobrecimiento atroz de la sociedad: la pobreza alcanza al 80% de la población, existe gran desabastecimiento de alimentos y medicinas, y tres de cada cuatro venezolanos han perdido en promedio nueve kilos de peso en el último año.

Nunca antes las presiones internacionales sobre Venezuela habían sido de tal magnitud. Sin embargo, no basta con eso. Para que se produzca un cambio democrático la presión debe ser continua, y no intermitente, como ha sido en los último años. La presión externa no solo ha venido dada por la Organización de los Estados Americanos (OEA). La semana pasada un grupo los que posiblemente son los 14 países más importantes del continente suscribió una carta en la que le exigían a Venezuela la celebración de elecciones y la liberación del centenar de presos políticos. La iniciativa es importante porque pese a que en el concierto de las naciones de la OEA todos los votos valen lo mismo, en las relaciones internacionales y comerciales es claro que no todos los países importan igual. Son países con real incidencia en las relaciones multilaterales, y tienen mucha mayor capacidad de influencia que el coro de los países aliados de Venezuela –11 a día de hoy dentro de la OEA– que han vivido en la periferia, y a expensas de una generosa petrochequera.

Doblemente importante resulta que la vocería de esos 14 países haya sido asumida por México, porque es línea de la cancillería de ese país desde hace casi un siglo la de no sojuzgar a países cuyos gobiernos hayan emergido de una revolución. Es decir, México reconoce como legítimos a países cuyo origen de gobierno sea el revolucionario, ejemplificado esto por la histórica amistad internacional entre México y Cuba, entre otras cosas. De manera que no solo los 14 exigen elecciones, sino que entrelíneas también se lee lo que ya es un secreto a voces: ¿Cuál revolución? Vienen además siendo importantes, aunque de otro tenor, las presiones de China y otros deudores, con relación a la imposibilidad de que cualquier nuevo endeudamiento se otorgue sin el aval de la Asamblea Nacional, tal como lo contempla la constitución.

Sin embargo, ninguna presión internacional será efectiva si no se produce una presión interna simultáneamente. En los últimos meses, tras el esfuerzo de diálogo entre oposición y gobierno liderado por el Vaticano, la presión local fue aflojándose. Antes del diálogo la Unidad había venido trasladando el conflicto político a la calle y al Parlamento, espacio donde juega con claras ventajas, mientras que el oficialismo intentó llevarlo al seno del resto de las instituciones públicas, donde posee desproporcionado control. Pero el llamado “diálogo” resultó ser fundamentalmente una puesta en escena, tras la cual se generó una desmovilización de calle que redujo enormemente la presión interna. Esa capacidad de realizar presión y movilizaciones populares pudiera estar nuevamente despertando, pese a la represión del gobierno. Tan importante como ella es la presión que pueda ejercerse por quienes han sido tradicionales aliados del chavismo, incluido el componente militar. Sin ellos difícilmente se llegará a la necesaria re-democratización. Una parte del chavismo, la más sensata, debe ayudar a diseñar una solución institucional y electoral. Hay señales tenues de que esto pueda darse.

Fujimori no salió del poder sino hasta ocho años después de haber suprimido el Congreso Nacional. Hoy todavía cumple una condena de más de 30 años de prisión. No se suele salir indemne cuando se reta al Parlamento…

 

Este artículo fue publicado originalmente en El Español y su publicación en IQLatino ha sido autorizada.