Tendencias: Ciudades para los peatones

Si fuese médico, estaría en la obligación de comenzar este artículo señalando los beneficios que tiene el ejercicio de caminar para el sistema cardiorrespiratorio. Pero no son los beneficios a la salud personal el tema de este artículo. Mi reflexión de hoy se refiere a las bondades que la ciudad, entendida como una estructura que facilita la experiencia peatonal, tiene para la calidad de la vida del conjunto social.

El concepto de ciudad peatonal tiene un carácter civilizatorio: adoptar la perspectiva del peatón supone que el pensamiento mismo sobre las ciudades debe redefinirse en todos sus aspectos. Demanda, como cuestión esencial, que la persona adquiere una relevancia mayor que la que se le concede a otros criterios, como el automóvil, por ejemplo. Exige que en el diseño y remodelación de los espacios públicos las soluciones que facilitan la circulación de las personas no ocupen un lugar secundario con respecto a la construcción de autopistas y grandes avenidas para la circulación automotriz, sino, por el contrario, tengan la misma relevancia. Una ciudad para peatones significa pensar en una ciudad para las personas.

Una ciudad para peatones es mucho más que calles y avenidas con amplias aceras. Es un sistema cuyo propósito de fondo es lograr que las personas puedan acceder a la mayoría de sus necesidades en el entorno de sus viviendas: productos de consumo cotidiano, oficinas de servicios públicos, centros de salud, escuelas, bibliotecas, iglesias, instalaciones deportivas, cafés y plazas donde reunirse y conversar. Las ciudades sostenibles son justamente aquellas en las que individuos y familias pueden resolver la gran mayoría de sus necesidades sin hacer uso del vehículo, o haciendo un uso limitado del transporte público.

En América Latina, salvo excepciones, pulula el modelo de las ciudades dormitorios: todos los días, a menudo después de pasar dos o tres horas en colas, en sistemas de transporte colapsados y en atascos imposibles, familias enteras deben trasladarse a las capitales o las ciudades cabeceras para estudiar, trabajar o hacer diligencias.

Buena parte de las energías individuales se consumen antes de iniciar la jornada. Como dice el humorista venezolano Laureano Márquez en uno de sus espectáculos, el verdadero trabajo consiste en ir al trabajo. Salir de casa y volver al final de la jornada es, para millones de latinoamericanos, una proeza inimaginable en buena parte de Europa.

Que los ciudadanos puedan caminar por sus barrios, resolver los asuntos de la vida diaria en un radio menor a un kilómetro, contar con alternativas para realizar sus paseos sin encender el vehículo, entraña, además, una bondad fundamental: la reducción de la emisión de gases contaminantes a la atmósfera. Hay estudios que demuestran que las relaciones interfamiliares en las ciudades dormitorios son casi inexistente, mientras que en barrios o urbanizaciones consolidadas resultan relevantes. Tener amistades entre los vecinos, amistades que se prolongan a lo largo de los años, constituyen un factor fundamental para desarrollar un sentido de pertenencia hacia el lugar donde se vive. El barrio urbano no es sólo una denominación jurídico-territorial, es un espacio de afectos y memoria de la existencia común.

Pero esta ciudad para las personas no es sostenible si es unilateral. Las ciudades necesitan de la gente. La sostenibilidad del conglomerado urbano depende del uso constante, de las exigencias razonables, del cuidado permanente, de la atención que sus habitantes le prodiguen al lugar donde viven. En las ciudades los intercambios necesarios no ocurren de persona a persona. También son imprescindibles los vínculos con las autoridades, con los visitantes y con los bienes que son propiedad común. Lo que hace sostenible a la ciudad es la recurrencia, el ajetreo de diálogos y debates sobre los problemas y las necesidades comunes.

En Argentina, Brasil, México y Colombia, por ejemplo, hay decenas de ciudades que han logrado establecer estrategias de mediano y largo plazo para mejorar la calidad de vida de sus habitantes. En ellas abundan programas gubernamentales y civiles que actúan en el sentido señalado. Pero hay muchas más, otras miles de ciudades en nuestro continente, todavía gestionadas de forma muy básica, que transcurren apenas como lugares de sobrevivencia. Que ese destino cambie en los próximos años dependerá de los electores, de que elijan de qué modo quieren vivir: si en vez de habitar en ciudades de sobrevivencia, escogen participar en la construcción de ciudades para personas.

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