El contexto
La transición democrática en Nicaragua comenzó con el cese de la guerra civil (1982-1990), que sucedió tras el derrocamiento de Anastasio Somoza en 1979. Daniel Ortega, del Frente Sandinista de Liberación nacional (FSLN), miembro de la Junta que asumió el poder a la caída del dictador, fue elegido presidente en 1984. Al igual que otros gobernantes latinoamericanos, Ortega hizo esfuerzos continuos por mantenerse en el poder, enfrentando sucesivas derrotas en 1990 a manos de Violeta Chamorro, después en 1996 frente a Arnoldo Alemán y en 2001 ante Enrique Bolaños. No fue si no hasta 2006 cuando Ortega regresa al poder, seguido de las victorias electorales de 2011, y la más reciente en 2016, con la que ha logrado un firme control sobre las instituciones del país.
El papel del FSLN en el derrocamiento de Somoza (1979) dio inicio a un nuevo tipo de autoritarismo con la Revolución Sandinista. Una vez alcanzado el poder por medios democráticos, Ortega dirigió de forma exitosa sus esfuerzos hacia la construcción de un marco institucional que le permitiera aumentar su control sobre el poder, como señala Feinberg, cooptando los poderes legislativo y judicial, así como manipulando los procesos electorales, permitiéndole consolidar un amplio poder a lo largo de las instituciones públicas (2018: 3). Las maniobras de Ortega le han permitido, por un lado, sostener el discurso de justicia social como parte del capital político construido en el FSLN, mientras que, por el otro, ha logrado cultivar relaciones con actores sociales organizados, como el sector empresarial, los sindicatos, y la Iglesia Católica, desplegando una política clientelar que le permitiera vencer las diferencias internas dentro del FSNL, mientras montaba su propio sistema de apoyos (2018: 4).
En el caso de Nicaragua, se produce la confluencia de una legitimidad cuestionada como resultado de instituciones débiles, con la corrupción por el amplio poder ejercido por Ortega, utilizado para garantizar a través de elecciones defectuosas su permanencia en el poder. La erosión progresiva de las instituciones políticas fue evidente en 2016, cuando no se permitió el monitoreo de la observación electoral, y los miembros de la oposición fueron removidos del Congreso, prohibiéndosele además su postulación a cargos de elección. Por otra parte, un aspecto que ha contribuido con la desinstitucionalización del país ha sido el creciente protagonismo de la familia Ortega en la conducción del país, ofreciendo semejanzas con la familia del derrocado dictador Somoza, tanto en la corrupción y como en el nepotismo, lo que ha provocado que el gobierno de los Estados Unidos haya emitido sanciones en contra de miembros de la familia presidencial.
El régimen de Ortega también ha seguido los pasos de Somoza, haciendo de la represión y la persecución política prácticas recurrentes. La crisis de abril de 2018, luego del intento de reforma del sistema de pensiones, desató una de las peores crisis políticas del país desde los años 80, de acuerdo con el Índice de Democracia de 2018 del Economist Intelligence Unit (EIU, 2019: 22). A pesar de haber dado marcha atrás con los planes de reforma, la ola masiva de protestas en todo el país no cesó, forzando a Ortega a desplegar las fuerzas represivas y paramilitares en contra de la población que reclamaba amplias reformas políticas, encabezados por la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, una coalición de estudiantes, campesinos, sociedad civil y empresarios, que lograron forzar un diálogo nacional -de corta vida- con el gobierno de Ortega, bajo la mediación de la Iglesia Católica nicaragüense.
La represión no se detuvo, por el contrario, se intensificó con un lamentable saldo de casi 300 fallecidos a causa del uso de la fuerza de grupos oficialistas y paramilitares, más de 500 prisioneros políticos, y numerosas violaciones de derechos humanos documentadas por organismos no gubernamentales, locales e internacionales. La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en su informe a la Asamblea General, daba cuenta de las denuncias de torturas a manifestantes, homicidios y violaciones a la libertad de expresión e información en Nicaragua, señalando que el sistema de justicia no ha sido garante de la aplicación de sanciones en la violación de derechos humanos, mientras que el gobierno ha irrespetado el acuerdo de fortalecer los derechos de los ciudadanos (2019).
Ortega contó con el apoyo de un aliado político muy generoso en su misión de mantener a la población bajo su control: el régimen de Hugo Chávez. Nicaragua se benefició del apoyo financiero que la Revolución Chavista le brindara a sus aliados centroamericanos a través de PetroCaribe, permitiéndole a Ortega dirigir fondos para programas de bienestar social, ayudándolo en sus esfuerzos de reducción de la pobreza y aumento del ingreso. La dependencia de este programa ha sido tan significativa, que la disminución del apoyo financiero venezolano a Nicaragua está entre las causas de la crisis social luego del anuncio de la reforma de la seguridad social.
El giro autoritario de Ortega le ha añadido presión al desempeño de la democracia en América Latina. Los problemas relacionados con la corrupción y las violaciones de los derechos humanos han despojado al país de los avances alcanzados en el proceso de democratización, pasando de un régimen híbrido a una autocracia electoral (Mechkova, Lührmann, Lindberg, 2017: 163) a partir del año 2012 (Lührmann et al., 2019).
La erosión democrática
El proceso que estamos presenciando en Nicaragua es el desmantelamiento progresivo de la estructura democrática a través de maniobras institucionales. En palabras de Bogaards, esto se conoce como desdemocratización: “La desdemocratización indica un punto de partida, democracia, y una dirección, menos democracia. No hace suposiciones sobre las causas, las condiciones y los culpables, ni sobre la velocidad, el alcance y el punto final” (2018). La crisis desatada por la pandemia sin duda le ha permitido a Ortega avanzar en su agenda autocrática, que ha estado en marcha durante los últimos años.
La economía de Nicaragua se encuentra en una situación precaria desde hace algún tiempo, ubicándose entre los primeros diez países en situación de pobreza en Centroamérica, con tendencia a empeorar como consecuencia del impacto del COVID-19. Nicaragua enfrenta el desafío de responder a una pandemia que amenaza con exponer su frágil infraestructura de atención médica. Un régimen “revolucionario” que permitió, por negligencia o incompetencia, que el sistema público de salud se deteriorara hasta el punto de no poder satisfacer las necesidades de la población, en una clara expresión del fracaso de su agenda política. La respuesta de Ortega a la pandemia del SARS-CoV-2 que causa el COVID-19 ha sido negligente, lo que ha contribuido con el deterioro del bienestar de las personas en medio de la crisis.
Ortega, a diferencia de su manejo del brote de influenza H1N1 en 2009, ha enfrentado la crisis del coronavirus sin tomar medidas excepcionales, lo que ha provocado críticas de activistas, organizaciones de derechos humanos y organismos multilaterales como la Organización Panamericana de la Salud, advirtiendo que la falta de medidas de control epidemiológico estarían poniendo en peligro a la población, especialmente a la más vulnerable. La Organización Mundial de la Salud advirtió que América Latina enfrentaría un rápido aumento de casos, anticipando el agravamiento de una crisis que podría conducir al colapso de los servicios de la salud. Las limitaciones en Nicaragua dejaban claro que iba a ser una situación inmanejable, con el agravante del retorno de los migrantes al país, y la caída de las remesas en una economía altamente dependiente, que, según el Banco Interamericano de Desarrollo, se esperaba tendría efectos devastadores en Nicaragua, entre otros países de América Latina.
El gobierno de Ortega, inicialmente, subestimó la gravedad de la pandemia, al aumentar el riesgo de contagio masivo con sus medidas irresponsables. En un país con limitado acceso a servicios públicos, estaba poniendo en peligro no solo a su población sino también al resto de la región, considerando la porosidad de las fronteras del país. Los riesgos por la situación económica y la débil infraestructura de atención fueron señalados por trabajadores de la salud en Nicaragua, alertando del sub-registro de infecciones por la centralización de pruebas diagnósticas y resultados. Ortega ha evitado tomar medidas que pudieran afectar a la economía, en un intento por mostrar normalidad, a través de un estricto control sobre los profesionales de la salud y de la difusión de datos sobre los efectos del coronavirus en la población.
El régimen ha utilizado el poder y la represión como forma de contención social de una población vulnerable en riesgo dado el manejo irresponsable de un gobierno autoritario que atraviesa una severa crisis económica, que incluye sanciones, limitando el acceso a ayuda financiera. El régimen ha recurrido a la persecución política y los abusos contra los derechos humanos como instrumento para someter a la Oposición. Los escenarios anticipados por activistas advirtieron sobre la insuficiencia de la infraestructura de salud en el país y las consecuencias para la población. Además de la crisis de salud, se esperaba que arreciara la persecución de la Oposición democrática tras la aprobación en 2020 de una serie de instrumentos legislativos destinados a reprimir a la oposición, partidos políticos y activistas: una ley contra delitos de odio y una ley de regulación de agentes extranjeros, entre otras, fueron leyes diseñadas específicamente para contrarrestar la creciente movilización social y política contra el régimen de los Ortega-Murillo.
El panorama es desalentador, no solo por el impacto social de la pandemia sino también por la consolidación del régimen autoritario de la alianza Ortega-Murillo, actualmente en medio de una jornada represiva, persiguiendo a la Oposición, y en consecuencia, profundizando la violencia política. En un enfrentamiento que alcanza a la comunidad internacional, con el régimen orteguista acusándola de cómplice de la Oposición, no se vislumbra una salida democrática a la crisis política en Nicaragua, pero está claro que el proceso de autocratización de Ortega y Murillo sigue en marcha, por lo que se hace necesario que enfrenten las consecuencias de su comportamiento delictivo.
Adaptado de: El populismo en tiempos del coronavirus: democracia en retroceso y consolidación autoritaria en Latinoamérica (Julio, 2020).