La campaña electoral presidencial en Estados Unidos ha derivado en la más negativa en décadas. El mensaje republicano y el de Trump se han centrado en una retórica de ataque sistemático a la credibilidad de Hillary Clinton, con base en el asunto de sus emails cuando era Secretaria de Estado, que al margen de los comentarios, analistas y especulaciones, según las investigaciones del FBI, permite llegar a tres conclusiones: 1) No es una investigación que incluyera a Hillary Clinton en exclusiva, sino también a otros, como Colin Powell; 2) Las autoridades cerraron el caso sin encontrar indicio de ilegalidad enjuiciable o de responsabilidad por parte de Clinton o Powell; y 3) No se puede afirmar que la práctica de usar servidores privados y un email privado en estos casos haya comprometido en forma alguna, afortunadamente, la seguridad o información clasificada del gobierno de los Estados Unidos.
La recomendación clarísima que todos los interesados han asumido es que son necesarias mejores prácticas y mayor seguridad digital en el Departamento de Estado, así como en otras dependencias del gobierno. Hasta ahí si no estuviésemos en campaña electoral… En la última década, la encuestadora Gallup dio cuenta de un nítido hallazgo en sus estudios sobre liderazgo femenino en Estados Unidos y en otros países: Hillary Clinton aparecía, de forma consistente, como una de las mujeres más admiradas del mundo (y siempre, si no la más, una de las tres más admiradas por los estadounidenses). Hasta el momento en que dejó la Secretaría de Estado esa era una constante. Se valoraban su lucha por los derechos del niño y la mujer, enmarcada en el campo de la defensa de los derechos humanos; su tenacidad en promover una reforma sanitaria que permitiera mayor acceso a la salud para millones de personas sin cobertura alguna; que fuera una Primera Dama capaz de navegar las más turbulentas aguas preservando sus prioridades familiares y personales de forma respetable y admirable, así como una senadora con habilidades para propiciar entendimientos bipartidistas; que fuera la figura que se puso al frente de la crisis y el apoyo de miles de familias en Nueva York, tras los terribles acontecimientos del 11 de septiembre; y, finalmente, la mujer que se paseaba con gracia, éxito y mano dura en un terreno tan difícil como las relaciones internacionales, incluidas aquellas con países donde, al sentarse a trabajar, incursionaba en un territorio prejuiciosamente masculino.
Son muchos los techos de vidrio que fue rompiendo esta mujer, a quien amigos y adversarios le reconocen una impecable formación, gran capacidad de trabajo y un indeclinable espíritu de lucha por causas en cuya defensa no da tregua, ni se amilana ante los ataques u obstáculos.
Los sectores radicales que hoy tienen secuestrado el Partido Republicano (estoy seguro de que esto deja fuera a millones de conservadores) asumieron, pues, la misión de destruir la imagen de Hillary Clinton. De la misma forma que se trazaron como estrategia y único objetivo convertir a Obama en un presidente de un solo periodo, con la sistemática negativa a todo lo que él plantease, en paralelo con su descalificación mediante bajos ataques o la promoción del miedo. Fracasaron con Obama y lo mismo sucederá con Hillary. Sin embargo, lograron sembrar dudas con el ataque a su reputación, hoy sostenido con la recurrencia al cuento cansón de los emails, que ya debería ser –es– periódico de ayer.
Han sido millones de dólares invertidos por perversos PAC (Comités de Acción Política, fondos paralelos de campañas mediáticas), combinados con investigaciones parlamentarias abiertamente partidistas. El propio presidente del Comité investigador de Bengasi reconoció públicamente que era una operación política para atacar la credibilidad y la favorable imagen de Clinton. Los emails alimentaron la narrativa de Bengasi y ambos abrieron una herida que no cicatriza, porque el asunto resulta demasiado atractivo a los medios.
La valoración negativa de Hillary Clinton es hoy día alta, es cierto. Pero los estrategas republicanos nunca pensaron que ese activo electoral pesaría menos que el pasivo del cuervo que criaron con la narrativa del odio y el miedo: Donald Trump. La imagen negativa de Trump supera con creces la de Clinton, a pesar de la pasión radicalizada con la que su absurda retórica moviliza a un importante sector del electorado.
Pero hay una importante diferencia entre el rechazo a Clinton y el de Trump, más allá de los números. El rechazo a Clinton es resultado de una fabricación, de una manipulación de los hechos, en esta era donde priman los ratings y la facilidad de propagar información sin control editorial por las redes sociales. Pero el caso de Trump es diferente. Trump comienza su carrera en el negocio inmobiliario enfrentando una demanda, en la que transó con el Departamento de Justicia, basada en el alegato de que las prácticas de su empresa de arrendamiento de viviendas eran racistas. De allí pasó a ser protagonista de un récord público de varias quiebras de las que salió millonario, mientras sus contratistas, proveedores y acreedores quedaron en la calle. Esas bancarrotas, por cierto, incluían casinos. ¡Cómo se puede quebrar un casino! Bueno, Trump lo hizo.
Hay decenas de casos en los que profesionales, arquitectos y proveedores enfrentaron a una batería de abogados para cobrar un fracción de sus facturas. Y así llegamos al escándalo de la Trump University. En este negocio, que no era otra cosa que la “universidad de Trump”, se defraudó a centenares de personas con una promesa de educación que nunca se hizo realidad. Hay un juicio, entre muchos que se entablaron contra Trump por este fraude, para el que la respuesta del excéntrico magnate fue descalificar al juez, un ciudadano americano nacido en Indiana, porque sus padres eran mexicanos. Huelgan comentarios.
Por si fuera poco, Trump ha intentado cuestionar la legitimidad de la Fundación Clinton, que se dedica a promover soluciones sanitarias al flagelo del SIDA en África, apoyar la reconstrucción tras el terremoto en Haití, promover políticas sociales e inclusión y soluciones conjuntas a problemas planetarios, como el cambio climático o la adecuada nutrición infantil. Y atacaba estas labores de la Fundación Clinton mientras un escándalo envolvía a la Fundación Trump, multada por incurrir en financiación política para la candidatura de una fiscal que luego “decidió” no enjuiciarlo por el caso de Trump University.
Trump disparó desde la cintura y se dio un tiro en el pie. Es cierto que Trump es millonario, ¿pero es un empresario exitoso? No se le puede negar que ha construido una marca, que, por cierto, ha quedado en riesgo a partir de esta incursión política. Millones de personas ya rechazan la que antes era un “marca” que destacaba en varios mercados.
La verdad es que todo el proyecto Trump se basa en una fortuna heredada de su padre, que, según expertos, constituía un patrimonio mayor que el que Trump dice tener. De paso, la magnitud de la fortuna de Trump es una incógnita. Y se sabe que es un emprendedor sumergido en deudas y proyectos con cuantiosas pérdidas, remediadas con las ganancias de sus proyectos mediáticos, como The Apprentice. Hoy se especula que su patrimonio es inferior al heredado de su padre y que sus negocios son financiados por oligarcas rusos.
No lo sabemos con certeza. Y, por todos los conflictos de interés que ello representa, sería bueno que Trump hiciese públicas sus declaraciones de impuestos, como la han hecho Hillary Clinton y todos los candidatos desde 1960. Lo que sí se sabe es que se encontró una declaración de impuestos de Trump, de hace unos 30 años, en la que este billonario termina no tributando un dólar, gracias a sofisticados esquemas (que él mismo reconoce aplicar). ¿Será ese el caso hoy día? No sabemos, ni lo sabremos a menos que Trump se apegue a la saludable práctica de divulgar su declaración de impuestos.
Urge que el periodismo investigativo vuelque su mirada hacia las quiebras de Trump y los afectados por ellas, al escándalo de Trump University, a las aventuras “políticas” de su fundación o, más contundente y sencillo aún, a exigir su planilla de impuestos para ver qué esconde.
Entre tanto, la decencia del pueblo americano se impone. Y así lo registra una encuesta de The Washington Post, según la cual el llamado escudo azul (estados que tradicionalmente votan a favor de candidatos demócratas) se mantiene intacto, y Clinton aventaja a Trump en una decena de “campos de batalla” o “swing states” (de comportamiento pendular o casquivano). Mientras el escudo rojo se debilita, y varios estados tradicionalmente republicanos se han abierto a la contienda, como es el caso de Wisconsin, Georgia, Carolina del Norte. Y, parece increíble, pero hasta en Texas hay una excepcional situación en la que Clinton aparece ganando en las encuestas dentro del margen de error. En la matemática de los Colegios Electorales se requieren 270 votos, y la encuesta del Post le atribuye 240 a Hillary, 126 a Trump, con 166 en contención. Así las cosas, Clinton tiene mayor probabilidad de lograr el número mágico. Pero, como decimos por estos lados, la pelea es peleando. Y, lamentablemente, en Estados Unidos se hará en el tremedal de la desconfianza causada por la campaña de descrédito a Clinton y la sospechosa personalidad de Trump.
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