Cuba sin Fidel Castro. ¿Y ahora?

Ha muerto Fidel Castro. Muchas cosas vinieron a mi mente cuando se confirmó la noticia. En primer lugar, cuánto sufrimiento sin justificación han vivido nuestros hermanos cubanos por el proyecto mesiánico y el fracaso de un hombre.

Si bien hay margen para recordar y reivindicar las causas que justificaron el ascenso de Castro al poder en 1959, como agente de un cambio social y político para Cuba en aquella época, precisamente, a la luz de aquellas causas y aspiraciones del pueblo cubano, se puede afirmar hoy, sin lugar a dudas, que Fidel fracasó. Y de icono de la lucha popular por la justicia social en su empeño devino en referente del autoritarismo; más bien, del totalitarismo. Y, aunque hay debates interminables (y algunos cuestionables) alrededor de logros e indicadores sociales en áreas como salud y educación, el balance en lo socioeconómico está a la vista. Baste con citar dos datos: primero, con un ingreso bruto nacional agregado per cápita de 5.539 dólares anuales, el trabajador cubano promedia un ingreso familiar inferior a los 20 dólares por mes; y segundo, tasa de dependencia (población no incorporada al mercado laboral) es del 55%. Cualquier logro es magro frente a esos datos. Se puede argumentar que se pueden encontrar niveles igualmente desgarradores de pobreza en otras naciones del Caribe, y citar algunos datos en los que Cuba puede mostrar logros con respecto a naciones comparables en la región, pero cualquier otra conquista que se cite en el plano social resulta demasiado precaria frente al grueso expediente de violación a las libertades individuales, a la vida y a la felicidad de millones de cubanos.

La historia y el destino de Cuba es un asunto que siempre me ha interesado. Quizás lo debo al legado de mi abuelo, José Nucete Sardi (particularmente a su epistolario, que heredé como parte de su maravillosa biblioteca), quien fue embajador de Venezuela en Cuba dos veces. Con los especiales detalles de que, en la primera oportunidad, lo fue durante la presidencia de Rómulo Gallegos en Venezuela cuando Carlos Prío Socarrás fue electo en Cuba, cargo que el abuelo debió abandonar tan pronto fue derrocado Gallegos en Venezuela, para luego ver desde su exilio en México cómo el dictador Fulgencio Batista derrocaba a su amigo, el progresista presidente cubano, último que el pueblo cubano eligió en democracia por la vía del sufragio universal directo y secreto en ese país. Y luego, durante el mandato de Rómulo Betancourt en Venezuela, le tocó establecer relaciones diplomáticas con el presidente Manuel Urrutia Lleó, primer presidente cubano tras el triunfo de la Revolución, para finalmente romperlas con Fidel Castro (a quién conocía muy bien al igual que al Che Guevara), cuando en la ruta de su delirio el “barbazas del Caribe” (como llamaba Rómulo a Fidel) no solo le llevó a embarcarse en un polémico proyecto, sino incluso en su arrogante atrevimiento de apuntar a Venezuela como un objetivo estratégico de su expansión internacional, que desembocó en la invasión de Machurucuto, así como la financiación y apoyo a una guerrilla que costó la vida de cientos de venezolanos.

Por la documentación de primera mano que he podido revisar durante años sobre Cuba, por un lado, y, por el otro, la afrenta de Machurucuto, con la promoción de la violencia en suelo venezolano, me formé en la comprensión de las causas (y aspiraciones del pueblo cubano) al apoyar el ascenso al poder de Castro, al tiempo que sentía un profundo rechazo hacia Fidel como líder. Más aún, siempre he deplorado que su proyecto terminó frustrando las razones que lo originaron, y, como socialdemócrata, estoy convencido de que la justicia social por él propuesta en 1959 encuentra viabilidad sin el costo humanitario y el sacrificio a las libertades que le impuso a Cuba con su deriva dictatorial.

Todo esto sería lejano y anecdótico si no fuese porque mi primera escala en la vida política fue mi elección como diputado en oposición al gobierno de Hugo Chávez. Desde mi curul en la Asamblea Nacional lideré las investigaciones sobre el costo y carácter leonino, para Venezuela, de los Acuerdos de Cooperación suscritos por Castro y Chávez. Denuncié que Cuba reexportaba nuestro petróleo, y que al financiarse y pagarnos esa deuda con servicios no solo ejercía un influencia externa indeseable en nuestra vida política, sino que estábamos subsidiando al régimen de Castro al tenor de 1,5 millardos de dólares anuales.

Fueron muchas las réplicas airadas, en los medios de comunicación, del embajador cubano contra mis revelaciones. Luego, en varios debates parlamentarios exigí que aquellos acuerdos se trajesen a la Asamblea para su discusión y ratificación. Planteé, incluso, la posibilidad de hacer un referendo consultivo sobre su conveniencia. Promoví investigaciones parlamentarias sobre la corrupción que su ejecución estaba generando. Y siempre propuse una alternativa (obviamente, no del gusto del régimen): seguir adelante con el modelo del Pacto de San José con Centroamérica y el Caribe (incluyendo a Cuba), y los acuerdos de cooperación suscritos por Carlos Andrés Pérez en su segunda presidencia.

En ese marco de acción se podía trabajar para mejorar las condiciones de vida del pueblo cubano, impulsando cambios políticos en la isla en el marco de la cooperación económica, social, cultural, educativa, científica y tecnológica. En solución de continuidad con ese pensamiento, siempre he combatido el embargo impuesto a Cuba desde Estados Unidos, y por eso he apoyado con entusiasmo el acertado e histórico giro del presidente Obama en la relación de Estados Unidos con Cuba. La oposición a Castro jamás nos puede hacer perder de vista el hecho de que el aislamiento a Cuba no solo le obsequió a Castro la narrativa del enemigo externo por décadas sino, lo más grave, recargó sobre el pueblo cubano un precio más alto que el que ya le impone el régimen en que vive. Además, con ese enfoque se dejó a un lado la posibilidad de empoderar y transformar la resistencia en alternativa de poder social con mayores apoyos internacionales. Más aún, es sumamente interesante el dato de incluso antes de la histórica visita de Obama a Cuba, y el rol tras bastidores del Papa Francisco en ese proceso de apertura, estas son las dos personas más admiradas y populares del pueblo cubano, según una encuesta de Bendixen & Amandi hecha en abril del 2015, lo que eclipsa la antes inmaculada figura de Fidel.

Fidel Castro muere, pero ya estaba al margen del poder, fuera de la realpolitik, desde hacía varios años. Su muerte coincide con una definitiva decadencia del régimen de Venezuela, imposibilitado de subsidiarlo ante el colapso de su propia economía. Y ocurre en el inicio de una transición lenta y difícil, pero necesaria, ante el proceso de apertura iniciado por Obama, que incluye la separación del poder por parte de Raúl Castro en un par de años, según él mismo se ha comprometido con el aparato del partido comunista. Con su fallecimiento, no obstante marginado del poder por razones de salud, se va también un poderoso emblema de resistencia al cambio en el que se debate la nomenclatura cubana.

Sin el freno simbólico de Fidel, y con Raúl a las puertas del retiro, cabe esperar que ahora, cuando Estados Unidos cambia de gobierno tras la elección de Trump y del Partido Republicano, no se dé marcha atrás al proceso de gradual apertura en la relación con Cuba. Sería un gran error. Contra el futuro de Cuba y de Venezuela. Porque en la medida en que la isla antillana mire al norte para encontrar su nueva hoja de ruta, el régimen de Maduro se va quedando solo en su agonía, ofreciendo una ventana para el cambio en Venezuela.

 

Nos leemos por Twitter en @lecumberry

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