Los ciudadanos del mundo lo verificamos cada día: el signo de nuestro tiempo es el auge de las mujeres. Expertos de distintos centros de investigación reportan el predominio de las mujeres en las aulas, su incursión exitosa en terrenos profesionales –por décadas territorio exclusivo de los hombres–, su presencia cada vez más recurrente en puestos de dirección, en todos los espacios productivos y en la gestión gubernamental. Resulta inevitable suscribir lo que tanto se ha dicho: el XXI es el siglo de las mujeres.
Una aproximación somera a este fenómeno arroja resultados sorprendentes. Basta con señalar que Suiza otorgó derecho al voto a sus mujeres en 1971, o que el Reino de Arabia Saudita permitió que las mujeres votasen recién en 2015 y exclusivamente en elecciones locales. Al comparar esto con el caso de Nueva Zelanda, que autorizó el voto femenino en 1893 -–fue el primer país en hacerlo–, constatamos que la cuestión de los derechos de las mujeres tiene esta característica: los avances son notables… pero irregulares, y varían según los países.
En informes que he tenido la oportunidad de leer, donde se analizan los resultados de las políticas de apoyo al emprendimiento, especialmente en países en desarrollo, se llega a la misma conclusión: los emprendimientos más productivos son en su mayoría comandados por mujeres. También los que más rápidamente alcanzan el punto de equilibrio. Su tasa de deserción es siempre menor, hasta 80%, 10% menos que la tasa promedio. Esto no solo se repite en casi todos los países de América Latina, sino también en India, Pakistán, Bangladesh y en los todavía incipientes proyectos que se están registrando en África. Es insoslayable otra tendencia propia de estos tiempos convulsos: las mujeres son menos proclives a la corrupción que los hombres, y hacen un uso más racional de los recursos que deben administrar. Estas afirmaciones están sustentadas en estadísticas.
Pero aún hay más oportunidades y posibilidades en las cuales trabajar con políticas de empoderamiento económico de la mujer, particularmente en América Latina y en el ámbito subdesarrollado en general. Estudios del Banco Mundial revelan que en muchos de estos países todavía es muy alto el contingente de mujeres marginadas del sistema productivo, así como de niñas excluidas del sistema educativo. La explicación tiene, por supuesto, raíces culturales. Pero los economistas coinciden en que una agresiva inversión en políticas de inclusión educativa y empoderamiento económico de la mujer (entre otras fórmulas, a través del microemprendimiento) podría hasta duplicar los márgenes de crecimiento económico en este conjunto de países, al tiempo que contribuiría a cerrar la brecha de las desigualdades. Para nadie es un secreto que, por ejemplo, América Latina tendría que sostener niveles de crecimiento económico superiores al 7 y 8 por ciento anual, por dos o tres décadas, para reducir de forma significativa la pobreza y alcanzar niveles de desarrollo comparables a los de naciones de la OECD, con las cuales histórica y culturalmente correspondería compararnos.
Uno de los signos dolorosos y conmovedores de esta problemática en el entorno latinoamericano son los millones de mujeres que viven solas con sus hijos y que realizan el esfuerzo admirable de educarlos y de trabajar para alimentarlos, con el fin de conducirlos a una condición de progreso y bienestar. Para imaginar la dimensión del problema, es bueno recordar que en Latinoamérica 30% de las mujeres son madres antes de los 20 años y que solo 46% tienen sus hijos en el marco de un matrimonio legalmente establecido, entendiendo que dicha realidad se concentra en hogares en situación de pobreza. Se trata de una de las formas más elevadas de heroísmo cotidiano, que no siempre obtiene el reconocimiento que merece. Hay un amoroso empecinamiento femenino capaz de rivalizar con las dificultades y ganarles en buena lid.
De acuerdo a cifras de la CEPAL, a finales de 2016 los latinoamericanos sumamos la inmensa cifra de 625 millones de personas, con una evidente inclinación a favor de las mujeres: ellas son 323 millones, mientras los hombres somos 302 millones. Del total de mujeres, cerca de 70% son mayores de 18 años, aproximadamente 200 millones. Pues bien, de acuerdo con estimaciones de varios organismos especializados, una de cada tres mujeres sufre algún tipo de maltrato por parte de su pareja: verbal, psicológico, sexual o físico. Peor aún, según la Organización Mundial de la Salud, 38% de las mujeres asesinadas lo son a manos de sus parejas o ex parejas. Es inevitable la pregunta: ¿cómo es posible que esto continúe ocurriendo?. Lo mismo sucede entre nuestra población latinoamericana en Estados Unidos, donde siguen produciéndose inaceptables situaciones contra la integridad de las mujeres.
Paralelamente, está la cuestión de la desigualdad en las remuneraciones. Aunque suman más de 80 los países con leyes explícitas al respecto, es decir, que establecen criterios de igualdad en el pago a sus trabajadores, con independencia de si son mujeres u hombres, lo cierto es que aún persiste la brecha, incluso en los más altos cargos, que a veces alcanzan promedios de disparidad entre 30 y 35%. La definitiva erradicación de esta desigualdad no solo es beneficiosa por la justicia que entraña, sino por sus utilidades económicas directas. De acuerdo con Sheryl Sandberg, directora de operaciones de Facebook, si las mujeres acceden a los mismos niveles de remuneración de los hombres, la competencia se incrementará, con lo cual la innovación y la productividad batirán nuevos récords.
Hemos repasado brevemente complejas vertientes de un gran asunto de nuestro tiempo, atestado de complejidades y visiones encontradas. Están en juego tradiciones culturales, religiosas y familiares, así como intereses económicos y negocios que operan al margen de la ley o se aprovechan de legislaciones incompletas. Se escuchan los argumentos de las diversas y disputadas perspectivas de los grupos feministas, que polemizan incluso sobre si las reivindicaciones deben conquistarse en las calles o en los parlamentos (de hecho, son cada vez más numerosos los grupos que se oponen a que, a través de leyes, se impongan a las instituciones cuotas de representación femenina). Y están también quienes ponen su foco en la remuneración del trabajo doméstico, quienes sostienen que las cuotas hay que imponérselas a los hombres, quienes promueven la independencia económica, quienes aducen que el gran objetivo es que hombres y mujeres compartan, en igualdad de responsabilidades, las exigencias de la vida doméstica, y quienes denuncian que la pobreza afecta más a las mujeres que a los hombres.
En los últimos cinco años, aproximadamente, han comenzado a aparecer algunas voces que se preguntan por el papel de los hombres en la lucha por los derechos de las mujeres. Phumzile Mlambo-Ngcuka, directora ejecutiva de ONU Mujeres, ha sido enfática al respecto: en la lucha por la igualdad de género es indispensable la participación masculina. Si algo puede contribuir a acelerar una tendencia que no podrá ser revertida, es eso: que los hombres, de cualquier parte y condición, demos un paso adelante y despejemos el camino de los derechos de las mujeres. Los hombres tenemos una inmensa responsabilidad al alcance de nuestras manos: contribuir a que sus derechos se conviertan en realidades y no solo en mustia tinta sobre papel.
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