Entre los Objetivos del Milenio (ODM) considerados por Naciones Unidas, tres están orientados a la salud: reducir la mortalidad infantil, mejorar el estado de la salud materna y mejorar los indicadores de enfermedades como VIH/SIDA, tuberculosis, malaria y otras.
Lo primero que debe anotarse es que, cuando hablamos de salud, no nos referimos ya a lo sanitario, sino, tal como lo ha definido la Organización Mundial de la Salud, a un estado de bienestar que incluye las dimensiones física, psíquica y social. Por lo tanto, la salud no es una aspiración autónoma: depende de la nutrición, del acceso al agua, de las problemáticas de género y de las condiciones de la pobreza, entre otros factores.
Cuando, a comienzos de los años 80, las noticias comenzaron hablar del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA), se inició otro proceso: una lenta toma de conciencia de que la salud es materia planetaria. Epidemias posteriores como las del ébola, el chikungunya o la gripe H1N1, han reforzado la comprensión: cada vez más personas en el mundo entienden que las enfermedades no reconocen fronteras. Por lo tanto, las respuestas nacionales son cada vez más impotentes frente a un mundo donde el número de viajeros aumenta todos los días.
Una clasificación propuesta por Carlos Mediano Ortiga, responsable de evaluación, estudios y campañas de Medicus Mundi Internacional, puede resultar útil para obtener una primera fotografía de la situación.
La primera de las cinco categorías de su clasificación es la de las enfermedades tradicionales, incluidas en los ODM, cuyos indicadores presentan una mejoría considerable. Además de la reducción de la mortalidad infantil a casi la mitad en quince años, las tres principales enfermedades infecciosas del planeta –VIH/SIDA, tuberculosis y malaria– han disminuido su incidencia.
La segunda categoría, las enfermedades emergentes –como ébola, chikungunya y otras– han levantado las alarmas de los sanitaristas por el doble anuncio que contienen: por una parte, la posibilidad de que enfermedades de las que los animales son portadores se extiendan a los humanos, y por la otra, que en lo sucesivo se desarrollen virus cada vez más resistentes a la acción de antibióticos y otros medicamentos. Charlotte Howard ha llamado la atención sobre esta proyección: en 2010 cerca de la mitad de la población del mundo vivía en ciudades. En 2050 la proporción será de 70%. Una posible consecuencia, así lo advierten los especialistas, será el gran alcance que podrían tener las gripes epidémicas.
Las llamadas enfermedades reemergentes constituyen la tercera categoría de la clasificación de Mediano Ortiga. Un ejemplo, la poliomielitis, que había sido erradicada en más de 99%, pero que en el último quinquenio ha experimentado un pequeño repunte en zonas específicas de Nigeria, Afganistán, Pakistán y la India. En Venezuela, a contracorriente de lo que sucede en toda América Latina, la malaria, el dengue, la escabiosis y la tuberculosis han reaparecido en los últimos años. Estos ejemplos hacen patente el modo en que la pobreza es un factor que incide, de forma directa, en el incremento de las enfermedades.
La cuarta categoría, la más divulgada de todas, es la que agrupa a las enfermedades crónicas, derivadas de nuestros hábitos de vida: la hipertensión, la diabetes, el cáncer y variadas afecciones en la salud mental, de especial interés para los latinoamericanos por la creciente incidencia que está registrando en nuestros países, muy por encima de las tasas de los países ricos, que lideraban las estadísticas hasta hace dos décadas.
Las distintas variantes de la violencia, y en ello se incluye a los conflictos armados, conforman la quinta categoría. No es necesario recordar aquí las consecuencias devastadoras que tienen ahora mismo las guerras en el Medio Oriente, la virulencia asesina de los carteles del narcotráfico, las secuelas impresas en las vidas de personas y familias que deben huir de sus hogares para salvar sus vidas.
Pero esta recopilación está muy lejos de estar completa. En los últimos años, una serie de afecciones como el Alzheimer, la obesidad infantil, los trastornos alimentarios, los distintos tipos de acoso, el estrés, las afecciones del sueño, las adicciones, las alteraciones cognitivas y otras, muestran tendencias en crecimiento. Algunas proyecciones estiman que las que hoy son dolencias relativamente minoritarias tendrán una mayor incidencia en los próximos años y décadas. A los viejos problemas podrían, pues, sumarse nuevos males.
En medio de este complejo panorama, son numerosas las buenas noticias: en los países ricos el desarrollo de nuevas patentes (aunque queda pendiente conciliar esa necesaria protección industrial con la racionalizacion del costo de los medicamentos), así como en aplicaciones tecnológicas para la salud y métodos cada vez menos invasivos y más eficientes para el diagnóstico de casi todas las enfermedades, avanzan a una velocidad que abruma. Pero todo esto contrasta, de modo terrible, con las limitaciones, a menudo irremediables, de las familias más pobres del mundo para acceder a medicamentos y tratamientos innovadores.
Mientras se avanza en el consenso internacional para la consecución de los temas de salud de los ODM –ya sea por la vía de la ampliación de las cobertura médico-sanitaria de los gobiernos, o a través de fondos de cooperación internacional–, paradójicamente Estados Unidos, la democracia y economía más poderosa del planeta, atraviesa un hostil debate político, a instancias de la presidencia de Trump y la mayoría republicana. El debate avanza en dos frentes que afectan precisamente la salud no solo de los estadounidenses sino también a los habitantes de todo globo. Por un lado, el nuevo gobierno norteamericano plantea derogar la Reforma Sanitaria promulgada bajo la administración Obama (conocida como Obamacare), bajo la cual se ampliaron la cobertura con seguros médicos a más del 93% de la población y los subsidios para atender asuntos de salud en la población más vulnerable. Por ahora la propuesta de revocar el Obamacare está detenida; la Cámara de Representantes, aun de mayoría republicana, no juntó los votos necesarios para sustituirlo por su American Health Care Act. El primer gran fracaso legislativo de la administración Trump. Con la derogatoria propuesta, la oficina de asesoría económica y fiscal del parlamento (controlado por los mismos republicanos) había advertido que no solo perderían cobertura médica 25 millones de personas de inmediato, sino que la cifra ascenderá a 34 millones en la próxima década.
Con ese mismo tenor, el presupuesto sugerido por Trump al Congreso controlado por su partido se propone aumentar en un 10% el gasto militar, pero reducir de forma dramática el del Departamento de Estado en un 28%, en tanto que el recorte para el Departamento de Salud y Servicios Sociales sería del 13%. Ambos recortes estarían afectando de manera indiscriminada los fondos que se administran a través de las agencias de cooperación internacional para apoyar iniciativas globales en materia sanitaria.
Examinar la cuestión de la salud nos devuelve, muy rápidamente, a la problemática de la desigualdad y la pobreza en el mundo, y nos coloca frente a las prioridades que ha escogido el gobierno de los Estados Unidos. Las sociedades y los grupos de presión deben plantearse de manera perentoria qué hacer para sensibilizar a los extremos políticos promotores de esa visión que de forma inexplicable emplaza a la salud de la humanidad por debajo del gasto militar en sus prioridades.