Un primer balance razonable nos debería convencer de que, pese a todos sus tropiezos, y a veces retrocesos, la democracia es en Centroamérica una obra en marcha, que se sigue por el sistema de prueba y error en el que, al menos eso deseamos, la cantidad de yerros vaya siendo cada vez menor que el de los aciertos.
Los ciudadanos, mientras más ciudadanos sean, elegirán cada vez mejor. Y mientras más educados sean, elegirán aún mucho mejor. Siempre que no se les impida. Y para que el voto sea confiable y efectivo, los órganos electorales deben ser ejemplarmente transparentes, e independientes.
La democracia tiene que enfrentar amenazas, y algunas de ellas son mutables. Cambian de rostro, y de ropaje.
Hoy escuchamos hablar de proyectos políticos de nuevo socialismo, que, precisamente porque en su concepción populista marginan la participación pluralista de la sociedad, se convierten en proyectos antidemocráticos.
Éstas son más bien utopías regresivas, porque, por desgracia, la ambición de controlar a la sociedad desde el poder es de vieja data en el continente americano, y no nos dice nada nuevo.
Un gobierno populista crea satisfacciones paliativas en la población que se transforman en apoyo electoral, pero al costo de degradar la dignidad de los electores con donaciones, subsidios y regalías.
Pero estas políticas ni resuelven el problema de la democracia, que más bien debilitan, ni resuelven el problema del desarrollo económico sostenible. Es lo que ocurre en Nicaragua.
Democracia, seguridad ciudadana, libre expresión del pensamiento, equidad social, justicia económica.
Fortaleza de las instituciones, transparencia de la gestión pública. Educación de calidad como palanca imprescindible del desarrollo.
La pregunta real es si un gobierno autoritario, sea duro o moderado, puede asegurar hacia el futuro esta convergencia de fortalezas de la democracia, o más bien la destruye.
La historia de América Latina puede ser vista también como un museo, donde estos proyectos mesiánicos y mentirosos se apolillan en sus sarcófagos.