La baronesa y el actor

El reciente fallecimiento de la Dama de Hierro, sumada a la desaparición de Reagan y Wojtila, cierra una era marcada a fuego por batallas ideológicas y odios ancestrales

A Carlos Fuentes le encantaba contar esta anécdota: en la cena de gala posterior a la ceremonia en la cual se convirtió en presidente de Francia, a François Mitterrand, siempre orgulloso de sus devaneos literarios, se le ocurrió sentar lado al lado a Margaret Tatcher y Gabriel García Márquez. Con su peinado de escultura futurista, la primera ministra se acodó hacia su compañero de mesa y le preguntó con una cortesía tan fría como ensayada: “Disculpe, ¿y usted a qué se dedica?” A lo que el Premio Nobel respondió con su campechanería habitual: “Yo escribo. ¿Y usted?”

Más allá del chascarrillo, la respuesta de la primera ministra bien podría haber sido: “A luchar contra el comunismo y a liberar a los mercados”. Una actividad como cualquier otra, de no ser porque su tesón ideológico, sumado a su complicidad con Ronald Reagan -sumada a la del papa Juan Pablo II-, terminaría por sellar de manera indeleble el rumbo del planeta desde entonces. Durante más de una década estos paladines del conservadurismo, provenientes de entornos antitéticos -la baja burguesía británica, los entretelones de Hollywood-, sumaron sus energías en una batalla común: acabar con el Imperio Soviético y reducir el Estado a su mínima expresión.

No hay más remedio que reconocer su triunfo en ambos casos. Si bien el desmembramiento de la URSS respondió más a una descomposición interna, acelerada por el reformismo de Mijaíl Gorbachov, resulta innegable que la alianza de la futura baronesa y el actor jubilado contribuyó a crear condiciones propicias para su debacle. Por otra parte, aún arrastramos las consecuencias de su vocación neoliberal. Inspirados en las ideas de Friedrich Hayek y Milton Friedman (bajo la consigna de que “el Estado no es la solución, es el problema”), Tatcher y Reagan no dudaron en emprender una auténtica cruzada, dentro y fuera de sus fronteras, para minar la legitimidad de cualquier intervención estatal en la economía. Si bien es cierto que durante los años setenta los gobiernos se habían convertido en entidades obesas y atrofiadas, ellos no sólo buscaron adelgazarlos, sino entregarle todo su poder a la iniciativa privada y en particular a los grandes conglomerados.

A fuerza de privatizaciones y desregulación, en unos años Margareth Tatcher entregó a distintas empresas privadas el control de numerosos servicios públicos, al tiempo que desmantelaba el eficaz sistema sanitario británico, a la par que Reagan reducía aún más el de por sí ajustado presupuesto social de Estados Unidos, aumentaba exponencialmente el gasto militar y ponía en marcha el faraónico escudo antimisiles que en su opinión terminaría por conducir a la economía soviética a la ruina. Tras probar la estrategia en sus países -aplicando numerosas excepciones a su ortodoxia, como ha señalado Joseph Stiglitz-, Tatcher y Reagan no dudaron en imponer medidas aún más draconianas a las naciones periféricas, obligándolas a aceptar esos planes de choque cuya lógica Naomi Klein ha asociado con la de los golpes militares.

Las consecuencias de su dogmatismo -y de sus relaciones con el gran capital- no tardaron en observarse: una drástica merma en la calidad de los servicios públicos, que en muchos casos tuvieron que regresar a manos del Estado ante la incapacidad de los particulares de volverlos rentables; el enriquecimiento súbito de unos cuantos hombres de negocios -los “auténticos hombres libres” de Ayn Rand, otra gurú de la época- y el ensanchamiento nunca visto de los índices de desigualdad en todos los lugares en los que se aplicaron sus recetas.

La insólita caída del Muro de Berlín en 1989 -acontecida ya durante la presidencia del primer George Bush- y la implosión de la Unión Soviética poco después, parecieron confirmar todos los presagios de estos dos líderes, elevados a figuras tutelares del capitalismo salvaje puesto en marcha a partir de los noventa. Aunque Tatcher pronto sería apartada del poder por los mismos líderes conservadores que antes la entronizaron, y el demócrata Clinton impediría la reelección de Bush, la influencia de la baronesa y el actor se mantendría a lo largo de los siguientes lustros, y en buena medida la vertiginosa desregulación financiera que propició la crisis de 2008 puede ser achacada a los principios que tanto defendieron.

El reciente fallecimiento de la Dama de Hierro, sumada a la desaparición de Reagan y Wojtila, cierra de una vez por todas una era marcada a fuego por sus batallas ideológicas y sus odios ancestrales. En sus obituarios oficiales u oficiosos, sus admiradores no han dejado de aplaudir su “compromiso con la libertad”, pero por desgracia la libertad que ellos persiguieron con denuedo, en la mayor parte de los casos, no fue otra que esa libertad económica sin trabas que, fundamentada en la codicia y despreciando la solidaridad, nos ha conducido a una de las mayores recesiones de la historia.