Igual que décadas atrás lo había hecho en El Salvador el general Maximiliano Hernández Martínez, que se instalaba ante los micrófonos para explicar sus teorías teosóficas, Ríos Montt predicaba sus sermones cada domingo por la noche en cadena de radio y televisión, siempre aconsejando el buen camino de la fe, y advirtiendo contra los perturbadores. La nueva cruzada de redención sería militar, y de inspiración religiosa; y el buen cristiano, según sus palabras, era aquel que se cuidaba de mantener la metralleta en una mano, y la santa Biblia en la otra. Y también inventó la consigna “frijoles y fusiles”.
Por debajo de su prédica de pastor de ovejas descarriadas, que anunciaba la llegada de la era del amor divino, y la conquista del país para Cristo, lo que se montó desde el mismo día de su ascensión al poder, o es que se trataba de planes ya preparados desde antes, fue un programa de represión sistemática que involucraba el ejército, a los cuerpos de seguridad, a bandas paramilitares, y a las recién creadas Patrullas de Autodefensa Civil.
El reinado de terror del elegido divino duró poco, apenas 16 meses, pues en agosto de 1983 fue derrocado por otro golpe de estado, pero según el informe de Esclarecimiento Histórico de las Naciones Unidas, y el informe de Recuperación de la Memoria Histórica, que costó la vida al obispo Juan Gerardi, se cometieron al menos diez mil asesinatos en las áreas rurales y cien mil personas debieron huir de sus aldeas, de las que casi quinientas fueron exterminadas del mapa.