Agosto comienza rico en noticias e información muy relevante para predecir los que puede suceder en la política de Estados Unidos. Ocurrieron las dos convenciones de los principales partidos políticos de ese país, y los efectos de ambas quedaron registrados en las encuestas.
El contraste incluyente y propositivo de la Convención Demócrata –expresado por una batería de brillantes oradores donde destacaron el matrimonio Obama; el vicepresidente Joe Biden; el senador Sanders, con su llamado comprometido a la unidad partidista; y el cierre, con broche de oro, de la misma Hillary Clinton– le dió a ella una ventaja de 10 puntos, según las principales encuestadoras, que incluso se amplía en los estados pendulares, los que deciden las elecciones en el complejo sistema de colegios electorales de Estados Unidos.
Para rematar, la economía del titán del norte agregó en julio 255 mil nuevos empleos del sector privado, por encima de todo pronóstico, al tiempo que Obama logró la liberación de ciudadanos estadounidenses arbitrariamente detenidos en Irán. Una realidad con desafíos, pero que evidentemente contrasta con el discurso catastrófico que quiere imponer Trump.
Expuesto el panorama a grandes rasgos, vale la pena revisar con detalle el acontecer del momento. La estrategia de Trump le permitió alzarse como primera minoría del partido republicano y atraer el voto movilizado por la frustración, el miedo y la ira ante el cambio inevitable (demográfico, y para bien, entre otros) que asoma en Estados Unidos. Esto es incontrovertible. Pero no ha podido unir al Partido Republicano a su alrededor y, en vez de eso, suma méritos para alejar aún más la conquista de ese apoyo, fundamental para sus objetivos. Ilustran la malquerencia su pleito con el senador McCain y con el jefe de la fracción parlamentaria, Paul Ryan. Está claro, pues, que la estrategia que le funcionó en las primarias no le será útil en una elección general.
Si bien Trump moviliza un buen contingente del voto blanco masculino (por distintas razones, incluidos los prejuicios de género), ese sector no compensa las debilidades que tiene en el diverso electorado americano. Y es que Trump, en un encadenamiento de declaraciones espontáneas que retratan de cuerpo entero su carácter y temperamento, ha levantado en pocas horas una inmensa duda: ¿Puede un tipo con esa personalidad ponerse al frente del país más poderoso del mundo? ¿Puede comandar el aparato militar más potente del planeta un sujeto con esos rasgos psicológicos?
Desde hace unos meses, salvo el ruso Vladimir Puttin, todos los líderes aliados de Estados Unidos han expresado sin timidez su preocupación por el ascenso de Trump a la nominación republicana. En ese contexto emergieron tres episodios en dos semanas. Trump descargó (y se burló de ellos), sin piedad y con evidentes prejuicios, a una familia musulmana americana que perdió a su hijo como héroe de guerra de las Fuerzas Armadas. E instigó (y aplaudió, cosa que no se hace ni en chiste) el posible espionaje político del gobierno ruso sobre la plataforma digital del Partido Demócrata. Y trascendió que un alto asesor republicano en política exterior y seguridad salió aterrado de un encuentro con Trump para tratar esa agenda ante la insistencia del inefable candidato de plantearle que, si se dispone de arsenal nuclear, por qué no utilizarlo.
En poco tiempo han roto el silencio 120 republicanos, expertos en ese campo, con un solo entendimiento: Trump no puede ser presidente. Tal como explicó elocuentemente la ex secretaria de Estado, Madelaine Allbright, en la Convención Demócrata. Los generales retirados Allen y Hayden, de impecable reputación en ambos partidos, también se vieron obligados a hablar: con sus ideas y propuestas ilegales (o absurdas como la de romper con la alianza de la OTAN), Trump pondría a Estados Unidos ante la primera crisis cívico-militar de su historia. Los dos altos oficiales coincidieron en observar que no hay un solo miembro retirado del estamento militar, del generalato, asesorando a Trump. Nadie quiere hacerlo. “Su temperamento y carácter lo incapacitan para ser Presidente”. Finalmente, esta semana rompió también silencio Michael Morell, director adjunto de la CIA durante 33 años bajo presidencias de ambos partidos, reconocido por su independencia política y por su compromiso de Estado, al escribir para el New York Times que considera a Trump un hombre peligroso para la seguridad de Estados Unidos para ejercer primera magistratura, y contrasta su irresponsable locuacidad con la madurez, sindéresis, sentido común y experiencia de Hillary Clinton.
Por si fuera poco, dos de los más admirados y socialmente responsables miembros del empresariado estadounidense, Michael Bloomberg y Warren Buffet, desnudaron a Trump como un individuo sin ética de negocios, que quizás miente sobre su fortuna y paga una miseria en impuestos con tácticas evasivas, y que ha dejado un récord público de quiebras y defraudaciones. De afiliación republicana ahora independiente y ex alcalde de Nueva York, Bloomberg (a quien Trump elogiaba y de quien se especuló que sería un tercer candidato) se presentó en la Convención Demócrata para decir claramente que “siendo de Nueva York reconoce a un estafador al verlo”. Luego Warren Buffet retó a Trump a mostrar, en una rueda de prensa conjunta, las declaraciones de impuestos de ambos sin excusas: “A mí también me está auditando el IRS y no veo obstáculo en hacerlo”, concluyó Buffet.
En ese trepidante escenario electoral de Estados Unidos han aflorado Venezuela y Chávez en la narrativa y el análisis político. En medio de muchas comparaciones sobre las personalidades narcisistas, divisivas, polarizantes y neoautoritarias de Trump y de Chávez, el excéntrico billonario (si realmente lo es) ha dicho que Hillary y los demócratas son tan de izquierda “que Estados Unidos terminaría como Venezuela”.
Trump intenta ganar con la misma estrategia antisistema de Chávez, pero desde el extremo de la derecha (¡y los extremos se juntan!), con el combustible de una personalidad psiquiátricamente perturbada, no cabe duda. Ahora bien, personalidades con ostensibles patologías, como la de Chávez (cuya prolongada hegemonía en Venezuela terminó siendo una desgracia para nuestro pueblo), en naciones con poder global han tenido resultados terribles para los pueblos del mundo; basta recordar a Hitler y a Mussolini. El temor que en ese sentido inspira Trump ha quedado manifiesto en pocos días, lo cual seguramente explica en buena medida la brecha que se abre en los sondeos, a favor de Clinton. ¿Y por qué? Porque hay muchos problemas y desafíos en la sociedad estadounidense, pero la perversión de Trump no alcanza a conectar con la mayoría. Por fortuna. Lo contrario acarrearía consecuencias históricas irreversibles.
Es pertinente concluir recordando que la economía estadounidense viene recuperándose al calor de políticas de impulso al sector privado durante la presidencia de Obama, destinadas a continuar con nuevos alcances bajo una administración Clinton.
Y en lo referente a Venezuela, Hillary Clinton ha sido una voz coherente, comprometida y decidida a favor de la recuperación de la democracia, menoscabada hasta extremos patéticos por el chavismo como ella misma no ha vacilado en denunciar. Mientras que Trump no tiene ni idea al respecto, ni jamás ha dedicado un pensamiento a cómo enfrentar la crisis de Venezuela en el hemisferio. No es de descartar que si tuviera alguna vaga idea sobre el desastre de Venezuela, este apuntara, como demostró cuando visitó Escocia durante el colapso de la libra esterlina tras el Brexit, a detectar qué oportunidad de lucro personal podría presentarse en la arruinada economía que ha sumido a los venezolanos en una crisis de alcances humanitarios.
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