Está ocurriendo en numerosos países: ciudades o municipios que destacan por la gestión de sus gobernantes locales. Pasa no solo en los países con economías desarrolladas sino también en otros ámbitos del planeta. Al aproximarnos al fenómeno nos percatamos de que viene incubándose desde hace tres o cuatro décadas.
A comienzos de los años 80 del siglo pasado, la ciudad brasileña de Curitiba se convirtió en una referencia por diversas razones, pero muy especialmente por su sistema de transporte rápido: sus largos autobuses fueron los primeros en contar con canales de circulación exclusiva. Transcurridas dos décadas, en el 2000, se sumó el TransMilenio de Bogotá, que se ha posicionado como la red de transporte de rápida circulación más utilizada del mundo. En 2014, una cuarta parte de los bogotanos lo utilizaban a diario: más de dos millones de personas. Un impacto semejante ha producido el Metrobús de Ciudad de México, que en 2015 registró días de un millón de usuarios.
Mencionaré aquí un caso devenido en lugar común: el de Medellín, que pasó de ser una de las ciudades emblema de la violencia urbana a reinventarse como una atractiva e innovadora urbe, poblada de sitios donde sentarse a conversar y tomar un café, así como de magníficos centros educativos. En la actualidad es el emplazamiento de numerosas empresas que se han mudado allí para establecer sus operaciones. Es cierto, como advierten los pesimistas crónicos, que todavía hay muchas cuestiones que resolver, pero si se compara la situación de hoy con la de hace 35 años el resultado es indiscutible: Medellín es una de las urbes más atractivas de América Latina. Otro proceso ejemplar es el de Guayaquil, en Ecuador, que en apenas veinte años ha cambiado su rostro de paraje en deterioro por uno de entorno limpio y amable, con magníficas opciones para peatones y conductores, y donde vienen haciéndose importantes esfuerzos para mejorar la calidad de vida de sus habitantes.
Un informe de la FAO de 2014 llamaba la atención sobre algunas iniciativas de agricultura urbana y periurbana en pequeña escala que han prosperado en ciudades de América Latina y el Caribe como Tegucigalpa en Honduras, Rosario en Argentina, Quito en Ecuador, el Municipio El Alto en Bolivia, o las islas que conforman Antigua y Barbuda. Son, naturalmente, soluciones de escala limitada frente a las cifras planetarias de producción de alimentos, pero en su concreta dimensión constituyen experiencias virtuosas: han logrado revertir, en distintos grados, las estrecheces económicas y el déficit alimentario de comunidades enteras.
Podría seguir enumerando casos de éxito en la gestión de municipios y ciudades. Hay todo un capítulo, en varias ciudades del continente, donde la alianza entre alcaldías y universidades está convirtiendo a ciertos sistemas locales de salud y hospitales en modelos para sus países. En España hay municipios, como el de Abrera, en Cataluña, que son modélicos por su gestión financiera. En un estudio sobre las ciudades con mejor calidad de vida del mundo, Montevideo encabeza el ranking de América Latina. En los últimos años, varios jóvenes alcaldes venezolanos han logrado premios de categoría mundial por la gestión realizada en medio de enormes dificultades.
La irrupción de las tesis de Barber
Las referencias anteriores me sirven de coartada para comentar la propuesta de Benjamin Barber, teórico de la política, contenida en su libro Si los alcaldes gobernaran el mundo. Barber no es un enemigo del Estado-Nación. Su enfoque pone sobre la mesa una realidad: la disfuncionalidad de la estructura estatal para afrontar los grandes desafíos que sobrepasan las fronteras nacionales, como el cambio climático o las pequeñas reivindicaciones que copan la agenda de los ciudadanos, como el transporte público o la atención sanitaria. El Estado-Nación resulta disfuncional: o actúa como un elefante empeñado en pasar por el ojo de una aguja o como una hormiga luchando por remover una roca del camino.
La de Barber no es una solución mágica ni tampoco un camino con todo resuelto. Pero hay una serie de elementos que invitan a evaluar la viabilidad de su hipótesis. El estudioso parte de que la mitad de los habitantes de la tierra viven en ciudades y constituyen la fuerza dominante de la economía global. Es en las ciudades donde se generan las innovaciones culturales, económicas, tecnológicas y políticas. Son, como dice el mismo Barber, las incubadoras del planeta. Y es en los conglomerados urbanos donde en las últimas décadas han comenzado a producirse acuerdos entre ciudadanos y autoridades para encontrar soluciones prácticas y reales a los problemas cotidianos.
Las ciudades han demostrado que alcaldes de distintas ideologías o afiliaciones políticas -–liberales o de izquierda moderada, democristianos o socialdemócratas– pueden ser excelentes gestores, dependiendo más de su formación y su voluntad que de su linaje ideológico. Han sido también alcaldes quienes han logrado acuerdos con sus comunidades para actuar contra la delincuencia, resolver el complejo asunto de los desechos y delinear pautas para la convivencia de los distintos intereses.
Y hay más. A las ciudades les resulta más fácil establecer convenios entre ellas para atender asuntos de interés común. Entre unas y otras no existen barreras de soberanía, por ejemplo. Cuando los planificadores hacen los balances de las políticas públicas, siempre se encuentran con que hay ciudades cuyos resultados destacan por encima de los promedios, independientemente de sus dimensiones. Hay gobiernos locales cuyos logros en la reducción de la contaminación vehicular supera a la media de sus países. La lista de conquistas de alcaldes de grandes y pequeñas ciudades no es desdeñable. Por lo tanto, la propuesta de Barber tampoco debería serlo.
Barber señala que ya hay casos donde alianzas entre ciudades han probado la viabilidad de modelos de gobernanza que sobrepasan fronteras de múltiple carácter, incluyendo las idiomáticas. Su tesis es significativa: problemas globales pueden enfrentarse de modo más eficiente desde las ciudades que desde los Estados-Nación. Define el modelo como glocalismo, una red global de ciudades. Pero su proyección va más lejos. En su libro propone un Parlamento Mundial de Alcaldes, que podría ser creado de forma voluntaria. Unidos, los alcaldes no solo podrían aumentar el poder de las ciudades en el desempeño de los asuntos comunes, sino mejorar en el intercambio de prácticas y mutuos apoyos.
El caso de las ciudades santuario en Estados Unidos
Un giro interesante en el papel de las ciudades y sus alcaldes en los procesos de cambio social lo estamos viendo en estos días en los Estados Unidos. La recién instalada administración de Donald Trump ha planteado la ejecución de una serie de decretos con los que busca desarrollar una política de exclusión social y deportaciones a los inmigrantes indocumentados, incluyendo a los “jóvenes soñadores” y de familias con algunos hijos que son ciudadanos de pleno derecho.
Lo cierto es que 300 ciudades de Estados Unidos, entre las cuales figuran San Francisco, Los Ángeles, Chicago, Boston, San Antonio, Austin, Houston, Fort Lauderdale y Nueva York, se han autodenominado “ciudades santuario”, porque lejos de ver un problema en la diversidad e inclusión social, incluyendo a los inmigrantes indocumentados, han trabajado con éxito integrando a todos sus residentes, y al tiempo que han reducido las desigualdades e inseguridad ciudadana, han recuperando espacios públicos mostrando visibles logros en el crecimiento económico local.
Los alcaldes de las ciudades santuario se han coaligado en un bloque dispuesto a resistir los cambios postulados por Trump. Sin embargo, el presidente Trump ha incluido en su decreto provisiones para eliminar los aportes federales a la educación, la policía y a muchos otros programas de las ciudades santuario, sin atender las evidencias que apuntan a que estos alcaldes han manejado y resuelto los desafíos de la inmigración y la inclusión social, entre otras cosas, administrando con mayor proximidad y eficacia sus recursos propios y los aportes que el gobierno federal se propone retirarles. Es previsible que, de aplicarse estos decretos de Trump, se detendrán los avances de los alcaldes, con un negativo impacto social y urbano. Quizás el asunto concluya en la Corte Suprema, que, al aplicar e interpretar la ley, posiblemente lo examine desde el ángulo progresista de la importancia del poder local.
Las reacciones a la innovadora propuesta de Barber han sido todo lo dispares que cabe esperar. Desde una perspectiva en extremo centralista, se ha dicho que la pretensión de que los alcaldes puedan dictar políticas planetarias es fantasiosa. Pero esta aproximación es, me parece, la vía más corta para cerrar el debate a priori. Por el contrario, a partir de lo propuesto por Barber probablemente puedan abrirse caminos y soluciones que hoy están lejos de nuestra imaginación. Más que negarse a evaluar su propuesta, quizás lo sensato sea analizar el modo de extraer de ella soluciones a los problemas comunes. A ello nos inclinan las jubilosas experiencias de muchas ciudades que encontraron imaginativas rutas para viejos flagelos.
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