Este es uno de esos artículos que resulta doloroso escribir porque nos remite a la cuestión del hambre. Por décadas se estudiaba y abogaba sobre el tema de la “soberanía y seguridad alimentaria” para resumir el catálogo de políticas públicas que promovían la autonomía, la sustitución de importaciones, el desarrollo agropecuario de los países, entre otras. Este tema, complejo por sí mismo, se enriquece hoy con el concepto de justicia alimentaria, que promueve a nivel global un desarrollo agrícola y pecuario sostenible, enfocado en lo orgánico y con propuestas para el establecimiento de la agricultura urbana y suburbana, el resurgimiento de los mercados municipales o vecinales, todo ello alineado con la construcción de una nueva cultura en el consumo de alimentos que contribuya a la salud pública, comenzando por un cambio radical en los menús de los comedores escolares.
La iniciativa de reformar los menús y crear huertos escolares u hogareños para cambiar la cultura alimentaria fue promovida por el famoso chef Jamie Oliver. Su TED Talk sobre esta materia ha sido visto por más de 7 millones de personas. En los Estados Unidos la justicia alimentaria fue asumida como bandera por la primera dama Michelle Obama, cuya visibilidad logró un impresionante apoyo entre los milennials e integró toda una red de organizaciones sociales, como la conocida organización Food Corps, dedicada a conectar a los niños con el cultivo en huertos y la comida sana. Como iniciativa más que simbólica, Michelle Obama sembró su huerto en la Casa Blanca, a partir del cual estimuló a las escuelas y familias a que hicieran lo mismo como germen de un cambio cultural.
El impacto real y potencial de este movimiento no se limita a la cuestión de la salud. Además de influir sobre el consumo y la cultura, genera una ventaja energética: el conjunto de actividades como la agricultura urbana sustentable, sumado a la red de mercados locales o municipales, rompe la dependencia de las grandes corporaciones de producción y distribución de alimentos, y permite el ahorro de energía al disminuir las operaciones de logística y transporte.
El factor de la pérdida y desperdicios de alimentos
Al analizar el alcance de la lucha por la justicia alimentaria, resulta inevitable volver a la cuestión de la pérdida y desperdicio de alimentos en el mundo, y que la cuestión del hambre aparezca y se imponga en nuestro ánimo. Que 800 millones de personas, alrededor del 10% de la población del planeta, vivan en condiciones de hambre nos obliga a preguntarnos sobre las cosas que no estamos haciendo bien. Recordar este dato a diario nos obligaría actuar de otro modo por su sentido de urgencia.
Los técnicos en el tema nos advierten que pérdida y desperdicio son cosas distintas. Pérdida se refiere a lo que ocurre durante las fases de producción y procesamiento de los alimentos. Desperdicio es el resultado de las prácticas de distribuidores, comerciantes y de cada uno de nosotros, los consumidores. Aunque se trate de cuestiones distintas, ambos están conceptualmente unidos. Pido al lector que ponga la mayor atención a las dos cifras que siguen: pérdida y desperdicio sumados alcanzan la escandalosa cifra de 1300 millones de toneladas de alimentos al año, es decir, 30% de la producción mundial. Seguramente el lector sensible ya ha sacado la que no es sino una obvia y aleccionadora conclusión: bastaría con que el volumen de pérdida y desperdicio se redujera a la mitad de lo que es hoy para que el hambre fuese erradicada.
En líneas gruesas, el comportamiento en los países industrializados o con economías más desarrolladas produce mayor desperdicio que pérdida de alimentos. Las altas capacidades técnicas de los productores y los procesadores de alimentos generan una tendencia al aprovechamiento intensivo de cada rubro; por ejemplo, el caso de algunas especies de pescados: en 1960, por cada kilo de pesca se utilizaban entre 46 y 49% de cada pieza. En el 2010, el porcentaje de lo comestible se incrementó a un rango entre 78 y 81%.
En las economías donde el bienestar es mayor lo que predomina es el desperdicio, entonces. El mismo se genera en dos ámbitos: en las prácticas estéticas de distribuidores y comerciantes, que desechan toneladas y toneladas de alimentos en perfecto estado, solo para exhibir y vender aquellos que tienen un aspecto más rutilante e inmaculado, y en las prácticas de los restaurantes, sobre todo las cadenas de comida rápida. Las estimaciones que hay al respecto son preocupantes: como ejemplo, por cada tonelada de vegetales que un camión recoge en una finca, menos de 80% se ofrece a los consumidores. Distribuidores y comerciantes, cada uno atizado por el deseo de vender productos voluminosos y bien vestidos, desechan productos en buen estado, por el tamaño o el aspecto.
Más dramático es lo que pasa en los hogares. La variante de cómo se desperdicia es amplia. Listaré las más frecuentes: adquirimos más comida de la que usamos o la que necesitamos, por lo tanto, más temprano que tarde llega el momento en que nos vemos obligados a botarla. Compramos productos, especialmente enlatados o que deben refrigerarse, que olvidamos que revisamos la fecha de caducidad cuando se han vencido. Luego, en el día a día, tiene lugar una escena posiblemente universal: una parte de lo que contiene nuestro plato se enfría. La vamos colocando en el borde del plato: es el lugar que ocupa antes de que termine en el cesto de la basura.
El comportamiento en América Latina
En América Latina y en otras economías en desarrollo, donde se han vivido momentos de feroz lucha con el hambre en las últimas siete décadas, la tendencia predominante es la inversa: cuando nos levantamos de la mesa, la cantidad de comida que hemos dejado en el plato es, por lo general, poca o muy poca. Esa conducta predominante tiene sus altibajos. En países de nuestro continente como México, Colombia, Argentina, Brasil, Venezuela –cuando existía una oferta suficiente de comida–, Perú y otros, en aquellas industrias donde los trabajadores disfrutan de comedores a cargo de las empresas en las que trabajan, las tasas de desperdicio se incrementan. Eso habla de una conducta diferenciada entre el hogar y el trabajo: una misma persona deja el plato de su casa sin comida, mientras no tiene empacho alguno en lanzar al cesto 30 o 40% de lo que se sirvió en el bufé de su comedor.
Es en las etapas de producción y procesamiento de los alimentos donde las pérdidas son mayores en América Latina. Hay en todo ello factores culturales, técnicos y económicos que inciden en esta tendencia. Es frecuente que falten las herramientas o conocimientos para evitar que el porcentaje de rendimiento de cosechas o de cría de los distintos tipos de ganado alcance promedios por arriba de 70%. Las perturbaciones climáticas también se han constituido en factores de adversidad. Plagas, sequías o el incremento inesperado del nivel de pluviosidad empeoran una actividad que, en sí misma, se experimenta como una constante lucha contra las calamidades. Si a lo anterior agregamos los impactos de la delincuencia –el abigeato, los asesinatos de campesinos por parte de guerrilleros o bandas organizadas, o los asaltos atroces que están viviendo los pescadores venezolanos que operan en las aguas del Lago de Maracaibo– podemos entender por qué los indicadores de pérdida en las economías menos desarrolladas tienen por delante un desafío muy grande ante el objetivo de incrementar sus eficiencias.
Hay muchos cambios, además del personal y cultural en nuestros hábitos de consumo, que debemos promover. Por ejemplo, en Estados Unidos, quizás el país desarrollado donde más se desperdician alimentos (alcanza el 30-40% de la oferta alimentaria, que se estima en 160 billones de dólares en alimentos que podrían resolver el flagelo del hambre de casi toda el África), las cadenas de restaurantes (principales generadoras de desperdicio) no pueden donar alimentos al cierre de la jornada a personas en indigencia o necesidad o a cualquier organización dedicada a la justicia alimentaria, porque temen asumir riesgos por demandas en litigios incoados por personas u organizaciones que alegarían intoxicaciones y problemas de salud por la ingesta de esos alimentos. No obstante, son infinitas las posibilidades de cooperación entre las ciudades y los establecimientos comerciales para distribuir alimentos a los más necesitados evitando los desperdicios, sobre todo si se allanan los riesgos legales con reformas puntuales y mecanismos elementales de control.
Si alguna ventaja tiene este tema es que una parte considerable de las soluciones están en nuestras manos. Planificar nuestras compras, impedir que la fecha de caducidad convierta los comestibles en incomestibles, comprar solo lo necesario, sincerar nuestras prácticas en relación con las cantidades de lo que comemos, ya cambiaría el rumbo de las cosas. Si cada familia del mundo redujera a la mitad sus desperdicios actuales, ello provocaría una disminución inmediata en el precio de los alimentos. Esta opción no solo bajaría nuestro gasto en alimentos, sino que nos daría la oportunidad de participar, con acciones concretas, en la reducción de los niveles de hambre en el mundo.
Nos leemos por Twitter @lecumberry
importante resumen. pero pendiente que tener en meta bajar el precio de los alimentos para el consumidor puede incrementar el problema de el abuso y reducción de las condiciones de vida de los trabajadores en la cadena alimenticia – los que crecen, procesan y transportan la comida – desde el matrimonio del capitalismo ciego con la industria agropecuaria y sus otros vínculos. muchas veces los andan con hambre son los mismos que andan en esa movida. y esto es sin mencionar el racismo, el clasismo y el sexismo que continua de contaminar nuestros sistemas de comida. necesitamos es rediseñar nuestros sistemas alimentarios sin tener que casarnos con el capitalismo cegado. mas bien tenemos que valorar mejor la comida y sus orígenes.