La peripecia de los niños migrantes de Centroamérica constituye un doloroso expediente. El indescriptible drama causado por la guerra en Siria, que ha sumado más de cuatro millones de refugiados entre 2011 y 2016, se ha extendido como un enorme telón de horrores que ha ocultado otras realidades, como la de los niños centroamericanos que cruzan la frontera de México e ingresan a Estados Unidos, solos, sin papeles y sin nada en los bolsillos. Unas criaturas con nada más que su indefensión, su hambre y su miedo. La causa: un futuro confiscado por la violencia de bandas y carteles de la droga, que les asegura un destino marcado por la muerte o ser reclutados por cuadrillas del crimen organizado. Ante semejante perspectiva, las madres prefieren, en expresión desgarradora de amor, separarse de sus hijos y entregarlos a la riesgosa ruta de encontrarse con algún familiar establecido en Estados Unidos.
A día de hoy no es posible saber, ni siquiera de forma aproximada, cuántos niños han logrado cruzar la frontera y llegar a Estados Unidos, pero entre 2000 y 2013 la cantidad de inmigrantes sin autorización, provenientes de Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Honduras, aumentó casi 200%, y en conjunto representan 15% de los indocumentados de América Latina en Estados Unidos. No obstante, sí sabemos de la calamidad de los menores detenidos en su intento por escapar de la violencia que los desplaza hacia el norte: entre 2009 y 2015 fueron retenidos en la frontera por las autoridades norteamericanas unos 180 mil menores. En el clímax de esta crisis, el expresidente Barack Obama planteó al Congreso una aprobación presupuestaria de 4 mil millones de dólares para atender el asunto como una crisis humanitaria. La propuesta rebotó ante los oídos sordos y almas insensibles de una mayoría de oposición republicana.
El libro de Valeria Luiselli
Valeria Luiselli (1983) es una jovencísima escritora nacida en México, cuyos libros se han traducido con éxito a varias lenguas. Escribe semanalmente en el diario El País, de España. Vive en Nueva York. Su libro Los niños perdidos cuenta su experiencia como traductora en la Corte Migratoria de New York. Su tarea consistía en formular en español, una a una, las 40 preguntas que contiene el cuestionario que hacen en la corte a estos niños, y traducir las respuestas de cada menor. De su contestación dependía si la corte les deportaba o no.
El análisis de las 40 preguntas es el recurso del que se vale Luiselli para narrar las precarias y riesgosas condiciones en las que se produce el viaje de los niños sin compañía, desde distintos países de Centroamérica hasta la frontera de Estados Unidos. Luiselli pone especial atención a las lógicas de las interrogantes: con frecuencia las cuestiones más básicas, como la de “¿dónde está tu madre?”, simplemente no pueden ser contestadas.
Son niños que huyen de la pobreza, de las bandas armadas, de la violencia doméstica, de una vida sin perspectiva. Para afrontar el viaje, madres, abuelas, tías, hermanos o familiares han tenido que realizar, en el más estricto silencio, un esfuerzo de años para juntar unos miles de dólares y entregarlos, junto con los menores, a bandas dedicadas al turbio negocio del tráfico de personas.
La inmensa mayoría viaja en lo que se conoce como “La Bestia”, circuitos de trenes de carga que cruzan a México. En los techos, en las articulaciones metálicas entre los vagones, escondidos entre las mercancías, van agazapados, sedientos y hambrientos, sin saber si llegarán. Escribe Luiselli: “Se sabe que a bordo de La Bestia los accidentes –menores, graves o letales– son materia cotidiana, ya sea por los descarrilamientos constantes de los trenes, o por caídas a medianoche, o por el más mínimo descuido. Y cuando no es el tren mismo el que supone un peligro, la amenaza son los traficantes, maleantes, policías o militares, que a menudo intimidan, extorsionan, o asaltan a la gente que va a bordo”. De acuerdo con lo que señala la escritora, el trecho mejicano es el puro horror: 80% de las adolescentes son violadas, 120 mil personas podrían haber desaparecido en una década, y, en 2010, más de 11 mil personas fueron secuestradas en un lapso de seis meses.
El propio libro de Luiselli habla de algunas acciones de oenegés y de agrupaciones religiosas que se han movilizado para contrarrestar las amenazas y padecimientos que penden sobre estos niños, que ponen sus vidas en riesgo para intentar salvarse de la muerte inminente que los acecha en sus países. Sé, además, que hay activistas, académicos, artistas y personas de gran sensibilidad que han comenzado a actuar para proteger a estos niños, denunciar a quienes se aprovechan de su necesidad, sensibilizar a las autoridades de los distintos países sobre las razones –la primera, preservar la vida-, que explican por qué son capaces de emprender un viaje hacia lo desconocido, atravesando rutas plagadas de asedios reales, con la esperanza de encontrar comprensión y una vida mejor.
En el debate en Estados Unidos sobre el problema migratorio, que se está dando desde el polémico enfoque de Trump, no se toma en cuenta que los flujos migratorios de indocumentados desde México han caído de forma impresionante en la última década, hasta el punto de que son más los que regresan a México que quienes lo abandonan. Pero el contingente de migrantes que persiste es el de estos menores sin acompañantes que escapan de la violencia, principalmente desde el triángulo norte de Centroamérica y el norte de México. Y por no indagar sobre las tenebrosas causas de este asunto, el debate pretende definir la llegada de estos niños como algo ilegal desde los estrechos conceptos de las leyes de inmigración, con lo cual pierde de vista su carácter y perspectiva jurídica como un asunto humanitario amparado por la normativa internacional de derechos humanos.
El abordaje de las causas de esta problemática nos exige pensar e innovar en materia de cooperación para el desarrollo entre Estados Unidos y Centroamérica, para resolver en el sitio la compleja situación de pobreza, violencia y crimen organizado que aqueja a esos países, sobre todo cuando su combustible financiero es, en buena medida, el tráfico de una droga cuyo consumo se encuentra en Estados Unidos y unas armas o municiones muchas veces adquiridas en el coloso del norte.
Sin duda, la migración de menores hacia los Estados Unidos debe convocar una respuesta humanitaria, en lugar de provocar reacciones atenidas a los peores sentimientos de xenofobia o racismo que han brotado en minorías empoderadas por un discurso político irresponsable. La indiferencia de quienes podrían aliviar el tormento de estos niños es indicio culposo que pesa en sus respectivos expedientes.
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Imagen tomada de PanamPost