La que hoy concluye ha sido una semana muy importante para el devenir en Venezuela. No solo en los países de la región sino en el planeta entero, se siguen al minuto los hechos que pusieron en riesgo definitivo el funcionamiento del sistema democrático venezolano. Esta atención internacional no es nueva. Solo que desde el fallecimiento de Hugo Chávez se viene produciendo una radicalización del conflicto político que ha prendido todas las alarmas. Lo ocurrido en las últimas horas, me refiero a la declaración de la fiscal Luisa Ortega Díaz y sus inmediatas consecuencias, podría ser el inicio de una tendencia de cambio en el curso de los acontecimientos que afectan a Venezuela.
Esta semana se puso en evidencia que el sistema de alianzas regionales de Venezuela se ha debilitado. El escudo diplomático y petrolero, que había sido eficaz en el sistema interamericano, cada día tiene menos adherentes. Pero la persistencia de Luis Almagro, secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA), también se enfrenta a una difícil prueba: que sus diligencias desemboquen en otro intento de diálogo como alternativa a la suspensión de Venezuela de ese organismo, a pesar de que la mayoría de los países entienden que la situación venezolana es insostenible.
Así estaban las cosas cuando se produjeron las dos decisiones del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) —luego modificadas parcialmente–, que representaban no un paso sino una zancada en la vía de la radicalización. La primera de ellas, restringió y delimitó el alcance de la inmunidad parlamentaria, establecida en la Constitución vigente. De la misma se desprende que los diputados elegidos con el voto de los venezolanos podrán ser encarcelados por su actividad de oposición al régimen. La segunda sentencia, relacionada con el desespero económico en que está sumido el Gobierno, lo autorizaba a realizar las asociaciones petroleras y acceder al financiamiento que propone Rusia, saltándose el paso establecido en la Constitución y las leyes, según las cuales tales asociaciones deben ser aprobadas por la Asamblea Nacional, con el agravante de que se pretendía colocar, según esa decisión, toda la función legislativa en manos del TSJ, o de quien este desginase.
Frente a estas medidas, que no son otra cosa que la disolución de la Asamblea Nacional, se ha producido una categórica reacción, dentro y fuera de Venezuela. El propio secretario General de la OEA definió la situación como un “autogolpe” de Estado.
No es la primera vez que, en el plano internacional, se denuncia el creciente deterioro del estado real de la democracia en Venezuela. Lo que no había sucedido nunca hasta ahora es que un funcionario en ejercicio, cabeza de uno de los poderes públicos, hiciera las categóricas declaraciones que ofreció la fiscal Luisa Ortega Díaz hace dos días sobre las decisiones del Tribunal Supremo de Justicia: “En dichas sentencias se evidencian varias rupturas del orden constitucional y el desconocimiento del modelo de Estado consagrado en nuestra Constitución de la República Bolivariana de Venezuela”. Esto puso en marcha algo más significativo: Nicolás Maduro tuvo que buscar formas para distanciarse de las decisiones, y el TSJ rectificó sus fallos en 24 horas.
En sintesís, lo acontecido no trae alivio a la crisis democrática venezolana ni a la alteración del orden constitucional (de hecho siguen vigentes decenas de sentencias de la Sala Constitucional que lo trasgreden), pero sí aborta el autogolpes de Estado que pretendía Maduro para convertirse en portador de facultades ejecutivas y legislativas, sin control parlamentario o de ningún otro poder. Y eso sucede por la declaración de la fiscal Ortega, quien tiene en sus manos la autoridad exclusiva del ejercicio de las acciones judiciales ante delitos contra el orden constitucional y la facultad de iniciar el proceso para la remoción de jueces con la aprobación de la Asamblea Nacional.
Con este precedente se quiebra el blindaje del régimen, que depende de la actuación en bloque con el TSJ, como recurso que simula la legitimidad del proceder autoritario del Poder Ejecutivo. De este blindaje depende, entre otras cosas, la subordinación incondicional del estamento militar a toda forma o expresión de ese autoritarismo, con el TSJ como pretexto constitucional. El pronunciamiento de Luisa Ortega Díaz inaugura una nueva tendencia en el conflicto político de Venezuela: la de litigar institucional y públicamente las diferencias y resistencias internas del oficialismo. No se ha restablecido en pleno el respeto a la autonomía de la Asamblea Nacional, ni tampoco puede concluirse que el TSJ es un vigilante independiente de la constitucionalidad –en suma, no hay una auténtica democracia–, pero se pone por primera vez un freno a la intención de acumular todo el poder en manos de Maduro. Y en el episodio, la fiscal general Luisa Ortega Díaz, como cabeza del Poder Moral que incluye a la Defensoría del Pueblo y la Contraloría General, ha devenido, quizás y si persiste en su actuación, en nueva interlocutora institucional para la búsqueda de soluciones al conflicto político en Venezuela, incluso de relevancia para el proceso que adelanta la OEA bajo la Carta Interamericana. Parece importante cultivar esta tendencia como una oportunidad en medio de un proceso de transición que podría entrar en marcha.
Pero esto no es todo. La cuestión petrolera está en el meollo de esta compleja coyuntura. Como se sabe, el régimen de Venezuela ha dependido de dos herramientas: la diplomacia petrolera, ejercida a través de Petrocaribe y el ALBA, y el producto de la alianza financiera y política con China. La caída de los precios del petróleo, además de la merma de la producción petrolera, han cerrado la fuente de financiamiento chino. Esta es la realidad que explica el movimiento que emplaza a Rusia como el nuevo gran protagonista de la política petrolera venezolana.
En su búsqueda insaciable de financiamiento, el gobierno de Maduro ha decidido crear empresas petroleras mixtas con Rusia. En otras palabras: ha comenzado a vender PDVSA a Rusia. Además, hay un agravante del que apenas se habla: Rosneft, la petrolera estatal rusa, es la principal acreedora, con garantía sobre el 50% de las acciones, de CITGO, la filial de PDVSA que opera en Estados Unidos.
El gobierno de Venezuela está, pues, jugando con fuego. Tras hacer insostenible sus compromisos con China, escoge forjar una alianza más estrecha con Putin y Rusia, país ahora mismo en el centro del debate político norteamericano (además de la resistencia que sus planes y actuaciones tienen en la Unión Europea), por su injerencia en las elecciones presidenciales que condujeron a Trump a la presidencia. El país con el que el régimen venezolano ha decidido aliarse es el señalado de haber usado las herramientas de la ciberguerra para afectar la candidatura de Hillary Clinton y contribuir con el triunfo del candidato republicano. Putin, tal como señalan los expertos en asuntos de inteligencia, tiene en sus manos el poder de comprometer y hasta de extorsionar a Trump. Justo en el momento en que Venezuela se pone en manos en Putin y Rusia, Luisa Ortega Díaz protagoniza un episodio que muestra una grieta cuya profundidad y consecuencias están en pleno desarrollo.
Son dos nuevas tendencias en el conflicto político venezolano, que ocurren en el marco de otras dos tendencias internacionales: la de una era postpetrolera (por el crecimiento de alternativas energéticas) con precios bajos para el crudo, y la de una nueva coalición interamericana que no es indiferente ante la suerte de la democracia en Venezuela.