Si bien estamos en un escenario de conflictos con escala global que difieren de las hipótesis tradicionales de guerra entre naciones, como por ejemplo, la lucha contra el terrorismo, a finales del pasado mes de enero, Mikhail Gorbachev escribió dos frases que deberían ser fuente de preocupación para todo ciudadano pacífico del planeta. La primera, que la amenaza nuclear vuelve a ser real. La segunda, que el mundo pareciera estar preparándose para una guerra.
En un artículo que publicó en la revista Time, además de llamar al desarme global, repitió el llamado que ha hecho en otras oportunidades en favor de un diálogo verdadero. E hizo una concretísima propuesta: que la ONU realice una reunión con los jefes de Estado de todos los países para proclamar que la guerra nuclear sea declarada inadmisible. La advertencia de Gorbachev trasciende los positivos alcances del Tratado de No Proliferación suscrito hace dos años entre Irán y los países miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (Estados Unidos, Reino Unido, Rusia, China, Francia) además de Alemania y la Unión Europea, y nos convoca a pensar en escenarios que incluyen, y van más allá, de los riesgos que representa el régimen de Corea del Norte.
El llamado de quien fue líder de la extinta Unión Soviética iba dirigido a Estados Unidos y Rusia, principalmente. Entre ambos suman más de 90% del arsenal nuclear del mundo, dos países hoy presididos por hombres temperamentales y con afán de establecer una paz impuesta por el poderío bélico y la preeminencia geopolítica, antes que por la vía del ejercicio de la diplomacia, el intercambio económico y el ejercicio de un liderazgo comprometido con la tolerancia y la paz.
De forma simultánea a ese gran debate planetario, que coloca a Donald Trump y a Vladimir Putin en posiciones de inmensa responsabilidad, organizaciones como el Stockholm International Peace Research Institute reportan que casi 50 conflictos armados siguen causando mortandad en pleno siglo XXI. Como el lector puede imaginar, la guerra de Siria encabeza la lista: desde que se desatara en el 2011, se han reportado más de 500 mil muertos, aunque esta cifra no sea más que una estimación conservadora. En las semanas recientes han comenzado a aparecer fosas comunes que, según señalan los expertos, además de incrementar las cifras de mortandad, mostrarán los extremos de crueldad que se han empleado para acabar con la vida de otras personas.
El conflicto en Siria solo ofrece mayor complejidad tras el horrible, atroz e inhumano ataque con armas químicas que hizo esta semana la dictadura de Bashar al-Assad contra poblaciones civiles inocentes e indefensas, a lo que se suma la respuesta de Estados Unidos que por decisión de Trump, ordenó la retaliación en forma de un ataque misilístico dirigido a las bases militares sirias desde donde se emitieron las bombas químicas, con el detalle de que en las mismas se encontraban presentes funcionarios o agentes rusos.
Hay otras cifras realmente impactantes que no puedo dejar de mencionar en este artículo: la guerra en Afganistán, que se inició en 1978 –la más antigua ahora mismo–, y que se ha cobrado más de 2 millones de vidas. No hay palabras para describir el sufrimiento que se ha causado. Otro conflicto de resultados sobrecogedores es la guerra civil que se libra en Somalia desde 1991, que ha sido campo fértil para el desarrollo de conflictos tribales que alcanzan niveles de violencia simplemente atroces. En los distintos mapas de las guerras hoy que publican los organismos multilaterales resulta alarmante la concentración de las confrontaciones armadas en países de África Central.
Los estudiosos de estos conflictos en curso ponen su atención en la violencia devastadora que tienen algunas de estas confrontaciones, que no se detienen ante niños y mujeres. Esto tiene una dolorosa explicación: la mayoría de los conflictos ocurren entre facciones del mismo país. Son guerras civiles, aunque en todas sea evidente la participación de fuerzas externas e intereses de diverso carácter.
Que, en términos generales, el número de guerras haya disminuido y que la duración de los mismas sea cada vez menor, no es algo que nos permita tranquilizarnos. Se han producido avances, como el acuerdo internacional que ha prohibido el uso de minas antipersonales y armas biológicas en los conflictos. En la inmensa mayoría de los países, los sistemas educativos están poniendo en marcha programas para formar a niños y jóvenes en una cultura de la paz. Son numerosas las oenegés que están haciendo incansables esfuerzos por promover la paz entre las facciones militares.
Pero, en sentido contrario, también hay muchas fuerzas actuando: el terrorismo, que opera como una guerra de grupos de fanáticos en contra de Occidente; las luchas por el control de los recursos mineros; los agravios entre grupos étnicos y religiosos; las desigualdades sociales; las conductas extremas entre grupos que se disputan el poder; las bandas de narcotraficantes; la acción erosiva de los fabricantes y vendedores de armas. Todos son factores que apuntan hacia el mismo objetivo: deslegitimar las vías del diálogo e imponer la fuerza –a costa de vidas humanas– como la solución a las inevitables disputas entre personas, comunidades y países.
Dicen los expertos, y lo sostienen con datos cualitativos y cuantitativos, que en las últimas dos décadas se han producido avances reales en la promoción de un mundo que evolucione hacia la erradicación de los conflictos. Esto es alentador pero no suficiente. El diálogo, además de categoría de estatus universal, debería ser la más extendida práctica en todos los planos de la vida organizada: solo así, la realidad de un mundo sin guerras será posible.