El fenómeno no es tan reciente como podríamos suponer: hace unas tres décadas comenzaron a aparecer voces que se preguntaban por el significado del considerable aumento de visitantes a los grandes museos. Un artículo del 31 de agosto de 1988 firmado por Montserrat Casals, en el Diario “El País”, entonces daba cuenta de lo siguiente: el número de visitantes a la tienda del Museo Reina Sofía superaba al de las exposiciones. Pronto se advirtió que los ingresos de esta especie de comercio de vocación cultural, bien podría convertirse en una importante fuente de financiamiento de la operación museística.
El tema ha trascendido a lo urbanístico. Los alcaldes y autoridades de las principales ciudades han concluido que una pieza fundamental para su desarrollo local es la presencia de un gran museo como parte de una oferta turística atractiva. Por eso muchas se han enfocado en conformar patronatos público-privados, dedicados a hacer de la construcción de un museo internacionalmente relevante, parte fundamental de su plan de reurbanizacion o relanzamiento urbano, con la finalidad de revitalizar áreas urbanas y promover la economía local con flujos turísticos. Un ejemplo reciente es la ciudad de Bilbao en España.
Bilbao siempre fue una gran ciudad vasco-española, pero su carácter era el de una urbe vinculada a la fuerza económico-industrial de la región vasca, sin exhibir (pese a sus espacios históricos o buena gastronomía) mayores atractivos internacionales como centro turístico. En el afan de relanzar y reinventar la ciudad las autoridades y liderazgo local aprovecharon una oportunidad única: el Patronato de la Solomon R. Guggenheim Foundation, administradora del famoso museo de arte moderno en New York, había aprobado un programa de desarrollo de la Fundación a largo plazo basado en una estructura con varios emplazamientos en todo el mundo, para crear un grupo coordinado de instituciones culturales.
La propuesta del Guggenheim se basa en una idea muy poderosa, que comienza con la arquitectura del museo mismo, convertido (como en New York) en una propuesta innovadora que merece la visita tanto por la edificación como por las colecciones permanentes o exhibiciones contenidas en el museo. Bilbao encontró allí una síntesis de lo que necesitaba, y luego de suscribir un acuerdo se comisionó el proyecto del innovador edificio del Guggenheim de Bilbao al reconocido arquitecto canadiense Frank Owen Gehry, ganador del importantísimo Premio Pritzker de arquitectura, y reconocido por las innovadoras y peculiares formas de los edificios que diseña.
La innovadora y espectacular edificación del museo, acompañada por la formidable experiencia de la Fundación Guggenheim, hizo rápidamente de este un centro de atención internacional. El museo abrió sus puertas al público en 1997 y ese mismo año lo visitaron 1 millón 300 mil personas. El éxito del museo y sus exhibiciones a lo largo de los años se ha hecho sentir. Con visitas anuales que promedian el millón de personas, el museo Museo Guggenheim Bilbao tiene un impacto económico impresionante y ha logrado un nivel de autofinanciación cercano al 67%, impresionante en términos comparativos con todos los museos europeos. El total de gasto directo como consecuencia de la actividad de los visitantes del museo al País Vasco ha sido sobre los 453 millones de euros anuales, lo que constituye un aporte de magnitud al PIB regional. Estas cifras han generado unos ingresos adicionales para las Haciendas Públicas vascas de mas de 50 millones de euros anuales. Además, su actividad ha contribuido al mantenimiento de 6.875 empleos. La construcción del museo costó 133 millones de euros. Solo el primer año de funcionamiento el aporte al PIB vasco fue de 144 millones de euros.
Adicionalmente, y de igual o mayor importancia es el impacto de la presencia del museo como una intervención urbanística de Bilbao. La edificación de la obra de Gehry colocó a Bilbao en el ojo de los grandes arquitectos contemporáneos del mundo que, de la mano de grandes corporaciones españolas y europeas, se decidieron a construir otro testimonio de gran arquitectura en la ciudad, revitalizándola de forma impresionante. Además del museo, otras importantes obras de infraestructura contribuyeron al rescate del paseo de la Ría de Bilbao, como espacio público. La ciudad adquirió un brillo y escala internacional, y contribuyó a reflotar su extraordinaria oferta gastronómica. Bilbao pasó de ser una ciudad grande, vinculada a la economía tradicionalmente vasca, a convertirse en una ciudad cosmopolita y un destino turístico internacional.
El museo Guggenheim puso a Bilbao en el mapa internacional, al punto que hoy se habla en el campo de las políticas públicas del “Efecto Bilbao”, para muchos replicable. Desde la construcción del Guggenheim de Bilbao, 130 ciudades se han acercado a New York para negociar acuerdos similares con la Fundación Salomon R. Guggenheim.
A lo largo de últimos años, la cuestión del número de visitantes que recibe cada museo ha adquirido relevancia periodística, además del impacto económica o de cultural. El éxito de una exposición o de una gestión anual, se miden -por fortuna, no exclusivamente-, por el número de entradas vendidas. Este rendir cuentas cuantitativo ocurre, especialmente, entre los grandes museos de Estados Unidos, Europa, Rusia y China. Salvo excepciones, que quedan siempre muy bien explicadas por las autoridades museísticas correspondientes, se trata de volúmenes en alza. Viene ocurriendo que, año tras año, la tendencia predominante es la de un aumento del número de visitantes.
Veamos lo ocurrido en 2016. Salvo la excepción del Museo del Louvre -afectado por la amenaza terrorista y otros temas relativos a la seguridad de la zona en que está ubicado-, los museos de Paris incrementaron sus números. En el caso del Pompidou, el crecimiento fue de 9%, atribuido al magnetismo que los nombres de Klee y Magritte causan sobre el público. Los museos italianos, que han reportado aumento por cuatro años consecutivos, elevaron sus visitantes en 8%. Destaca, en esta alza, el Palacio de los Ufizzi, con 37%. Noticias semejantes llegan de Portugal, Alemania y Rusia, pero también de las tres grandes instituciones norteamericanas: el Metropolitan Museum de New York, la National Gallery de Washington, y la red de los 19 centros del Smithsonian. Estos números autorizan a concluir que el auge del “museo turístico” está produciendo considerables resultados.
Un caso que merece especial atención, es lo ocurrido en España con la exposición dedicada al V Centenario de El Bosco, en el madrileño Museo de El Prado. 583 mil 206 personas pagaron una entrada. El éxito llegó se expresó en unos carteles que decían, “agotadas las entradas”. Pero esto no ocurrió sin dificultades. El público atiborraba las salas. Los custodios, con firmeza y amabilidad, impelían a los espectadores a no demorarse demasiado en el recorrido. Tengo amigos que hicieron largas colas y salieron de la exposición con la sensación de no haber visto casi nada de la misma. Miguel Falconir, que recientemente ha sido designado como director de El Prado, ha reconocido que la exposición apenas se podía ver, y que una experiencia como la de El Bosco, no se repetirá. De hecho, en una entrevista que concedió al portal El Español, se sorprendía de que las protestas no hubiesen sido más numerosas y más ruidosas.
El relato según el cual, alguien visita un museo, debe hacer una larga cola para ingresar, y luego adentro es arrastrado por la marea humana, que finalmente lo expulsa a la calle sin haber podido cumplir con el objetivo de simplemente ver, está ocurriendo en decenas de museos en el mundo. Quien haya visitado el Palacio de Versalles en los últimos años, sabe a lo que me refiero.
Y es aquí donde la tendencia al museo turístico -que impacta en la programación, porque entonces los museos prefieren exponer a los artistas con posibilidad de vender más tickets-, se coloca en el nudo de los debates. ¿Deben los grandes museos diseñarse para que sus ingresos provengan principalmente de taquilla y de las tiendas, o el Estado debe asumir alguna cuota en la responsabilidad de financiar, para que el museo no abandone su condición esencial de repositorio y centro educativo y de promoción de las artes?
La respuesta a esta pregunta, posiblemente no se encuentre en ninguno de los extremos de este dilema. A los expertos toca encontrar los mecanismos que, al tiempo que limitan los excesos, mantienen a las instituciones museísticas apegadas a las tareas para las cuales han sido creados.
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