Las cifras reportadas de la producción mundial de ‘basuras urbanas’ son simplemente demenciales: entre 8 y 10 mil millones de toneladas en 2016. Prácticamente no hay persona en el mundo, especialmente los que vivimos en ciudades, que no contribuya en alguna medida. Con los desechos sólidos pasa que no imaginamos el volumen con que se producen, mientras los sistemas de recolección funcionan. Cuando dejan de funcionar, y la basura se acumula en las calles, entonces su realidad se vuelve visible y amenazante.
La clasificación clásica, según la cual los desechos sólidos se generan en los hogares, los comercios, las industrias, las construcciones y los hospitales, resulta ahora mismo insuficiente, puesto que ella no incluye una cuestión clave: las basuras generadas por la conducta, es decir, por personas que, en una práctica que desconoce los fundamentos de la convivencia y las exigencias del medio ambiente, tiran desechos hasta en los lugares más remotos.
Y no hablo aquí solo de los lugares que tienen una alta concentración de visitantes, como calles y avenidas, playas y paseos peatonales, plazas y centros turísticos. No. Cuando digo “hasta en los lugares más remotos”, me refiero a que, hasta en puntos menos visitados y de más difícil acceso, como las intrincadas selvas al sur de Venezuela y al norte de Brasil, en los hielos árticos y en alturas superiores a los 6 mil metros en las montañas del Himalaya, en el Bosque Monteverde de Costa Rica o en el Monte Kinabalu en Malasia, ha ocurrido que expediciones con fines científicos, se han encontrado en sus avances con los rastros de “la civilización”: no sólo bolsas y botellas plásticas, sino objetos de insólita presencia, como una caja de habanos de 1934, perfectamente nueva y sellada, que una expedición inglesa encontró en una selva, en teoría inexplorada, en la zona suroeste de Sri Lanka.
Quien lea las noticias de la cantidad de basuras, particularmente sobre los plásticos que flotan en los océanos del mundo, no puede sino cargarse de preocupación. Naciones Unidas ha estimado que más de 45 mil piezas de plásticos por milla cuadrada, flotan en los océanos. En la web el lector puede encontrar reportajes fotográficos que muestran el drama que está ocurriendo en algunos pueblos costeros de Hawái, por ejemplo, donde la densidad de desechos que flotan impide mirar el mar.
En noviembre de 2002 ocurrió lo que se conoce como el desastre del Prestige: durante una tormenta en la costa de Galicia, el petrolero derramó 77 mil toneladas de combustible pesado, lo que produjo la que se tiene como una de las más grandes catástrofes ambientales del planeta. Días después, delante de una playa que había sido alcanzada por la marea negra, un activista de la causa medioambiental denunciaba la lentitud con que estaba ocurriendo el proceso de limpieza de la zona. Cuando un equipo de televisión se aproximó para entrevistarle, el activista tiró a la arena el cigarrillo que tenía a medio consumir, lo pisó y se dispuso a declarar. Esta anécdota, en su obvio contraste, me sirve para llamar la atención hacia un aspecto intrínseco del caso: observamos la cuestión de los desechos como asunto de los demás y no como algo que nos concierne de forma directa.
La perspectiva actual advierte que hay una posibilidad cierta de que las cosas empeoren durante los próximos años. Ahora mismo, casi 40% de la población del mundo vive en zonas donde no existen o no funcionan sistemas eficientes de recolección de basuras. El crecimiento económico de varios países en África y Asia generará nuevos volúmenes de desechos. La expansión del consumo y del consumismo, en términos globales, crece a un promedio que supera al crecimiento de los sistemas de recolección y procesamiento de los desechos que generan las sociedades.
Lo asombroso de la cuestión es que, con acuerdo a los estudios realizados por el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente y la Asociación Internacional de Desechos Sólidos, en el planeta existen todos los elementos necesarios para impedir que el problema crezca e, incluso, se logre su reducción de forma paulatina. En otras palabras: hay los conocimientos, las tecnologías, el potencial de inversión y una difusión amplia del problema. Y, por si fuera poco, se ha demostrado que la gestión de los desechos sólidos puede ser un negocio rentable.
¿Qué pasa entonces, que la perspectiva del problema es la de su empeoramiento? Que hay una brecha significativa y decisiva, entre conocer la existencia de una amenaza para la sociedad, y la de convertirse en un agente activo en contra de ella. En el nudo de esta cuestión está la tensión de saber o haber escuchado que la mala gestión de las basuras son una amenaza para el destino del planeta y, al mismo tiempo, tirar en cualquier parte, una lata de aluminio después de haberla utilizado. Falta un largo camino por recorrer para que la información que recibimos se transforme en conductas concretas. Los sistemas educativos del mundo tienen una inmensa oportunidad de formar, desde muy temprano, duraderas conciencias al respecto. Pensemos en el consumo responsable y en el fomento al reciclaje. De no ocurrir en las próximas dos o tres décadas un cambio de mentalidad, las sociedades se encaminarán al peor de los caminos: podríamos llegar al extremo, como ocurre en Singapur, donde lanzar desperdicios a la calle o el lanzar una bola de chicle al pavimento, adquiera las proporciones de un delito severamente castigado.