Hay quienes dicen que son millennials los nacidos entre 1981 y 1995. Otros sostienen que son los nacidos entre 1982 y 2004. Otros utilizan una fórmula más genérica: los nacidos en las décadas de los ochenta y los noventa. Casi todos los comentaristas coinciden en señalar que son personas que dieron inicio a su vida adulta a partir del simbólico año 2000.
Debo advertir al lector que el de los millennials es un tema que, no pocas veces, es fuente de álgidas controversias. En semanas recientes, por ejemplo, en España han sido causa de artículos que sostienen posiciones encontradas: de un lado se sostiene que es la generación decisiva para el futuro inmediato de la economía y la política en el mundo, y del otro, que son un grupo cuyo signo público fundamental es la irrelevancia.
Se trata, en principio, de personas que comparten una cultura tecnológica: han crecido en una realidad dominada por las pantallas -de los ordenadores, de los teléfonos celulares, de las tabletas y de los televisores-; son altamente competentes en los recursos que ofrece el universo de la web; y son, de forma mayoritaria, especialmente activos en las redes sociales.
Comparados con sus padres, están mejor formados: el porcentaje que se ha formado en institutos técnicos o universidades, dependiendo de los países, va del 30 al 70%. Por lo general, especialmente en Estados Unidos y Europa, tienen una perspectiva más planetaria que las generaciones previas, así como una cultura visual más desarrollada que sus padres, que se formaron leyendo en papel e informándose con periódicos. Un rasgo de interés: no es extraño encontrar que hay milennials que tienen conocimientos muy especializados en alguna materia, sin que ello tenga relación con su formación, su trabajo o su experiencia: expertos en animales en extinción, en nuevos descubrimientos astronómicos o en los deportes extremos.
La razón por la que esta franja de la población del mundo concentra tanto interés entre las empresas, las instituciones académicas, los centros de planificación de políticas públicas y los políticos, es contundente: representan, aproximadamente, 27% de la población del planeta. Y, todavía más relevante: se estima que, en el 2025, constituirán más de 70% de la fuerza laboral de los países desarrollados.
Hasta aquí, la categoría goza de cierto consenso. Las cosas se vuelven muy controvertidas cuando se intenta determinar la consistencia del vínculo que existe entre los milennials y la política, o los milennials y los asuntos públicos.
Un estudio señala que, en países desarrollados, los milennials han dispuesto de un poder de compra de 110% mayor que el de sus padres. Se dice que son narcisistas y consentidos, una generación que se ha hecho adulta bajo el sentimiento de que la sociedad les debe algo. La revista Time, en una calificación que produjo una polémica, dijo que eran la generación del “yo y yo y yo”.
Ha ocurrido que, grandes contingentes de ellos, aun estando bien formados, o tienen empleos precarios, o no tienen empleo, o se han visto obligados a vivir con sus padres todavía después de haber cruzado la línea de los 30 años. La incertidumbre y la ausencia de una clara visión del porvenir posible, ha causado resentimiento, fragilidad sicológica y una actitud de incredulidad y desconfianza hacia instituciones como la política y los partidos políticos. En Europa, alguien escribió que los milennials eran “el colectivo de los sueños rotos”.
Por otra parte, los millennials están en el núcleo de dos fenómenos sustantivos de nuestro tiempo: uno, la expansión en todo el planeta, de prácticas de emprendimientos exitosos, que van de la producción artesanal de un ancho abanico de productos, que hace uso de las nuevas tecnologías para el mercadeo y venta, hasta la creación de populares aplicaciones para teléfonos móviles, que alguien desarrolla en su habitación y que termina siendo usada por millones de usuarios.
La otra vertiente de los millennials, posiblemente más determinante en el mediano y largo plazo, sea la que interroga a las prácticas de la política partidista más tradicional, a la política excesivamente imbricada con los poderes económicos, y que reclama transparencia, claridad, resultados en la gestión, y que prefiere la palabra directa y despojada de retórica.
Más allá de los comportamientos electorales de los milennials, que son coyunturales y pueden conducir a equívocos -si se abstienen o no, si votan a esta o aquella opción-, la cuestión central es que son muchos los que están más próximos a la solidaridad que al lucro, a la participación que la exclusión, a la colaboración que a la rivalidad. Los millennials son, ahora mismo, el núcleo de miles y miles de proyectos y acciones en el mundo, que luchan en contra del hambre, de la destrucción del medio ambiente y por disminuir o erradicar la violencia en las comunidades pobres del mundo. Hay, eso es indiscutible, un vínculo profundo entre milennials e interés público, pero no desde la perspectiva del poder o del lucro, sino con el objetivo de mejorar la calidad de vida de quienes viven en condiciones de pobreza.
Por supuesto: entre los millennials, a menudo es posible encontrar expresiones anti sistema o anti-políticas: un sentimiento de que es mejor montar tienda aparte de las instituciones y de la política que se aglutina en los partidos. Porque es un riesgo -los populismos pueden hacer uso de este malestar-, los millennials son ahora mismo, el sector de la sociedad que plantea los mayores desafíos a las autoridades de universidades y escuelas de negocios, empresas y organismos del Estado, políticos en ejercicio e intérpretes de la realidad. En las elecciones presidenciales de los Estados Unidos en 2016 el entusiasmo de los milennials energizó la opción de Bernie Sanders en la primaria demócrata, pero su rebeldía critica produjo niveles de abstención en la elección promaria frente a la opción de Hillary Clinton tuvo un impacto en la nefasta elección de Trump, un personaje que esta misma generación detesta por sus posiciones en asuntos fundamentales para este segmento demográfico, mayoritariamente progresista.
De la misma manera ocurrió en el Brexit del Reino Unido. En esa consulta popular los jóvenes millennials, en parte por su conducta de rebeldía política contra lo establecido, se abstuvieron de votar y como resultado, el Reino Unido decidió separarse de la Unión Europea perjudicando las oportunidades económicas y laborales de los propios millennials, que sin duda eran el sector social más interesado en mantener al Reino Unido en la unión Europea. Allí como en el EEUU la abstención como forma de protesta resultó en un disparo desde la cintura al pie.
Que son una fuerza económica y social, no está en discusión. Nadie duda que pueden contribuir a mejorar el estado de cosas en el mundo. La pregunta que se hacen en los partidos es cómo incorporar esa energía y capacidad de movilizar, a los canales establecidos de la política.
Es obvio que mucho depende de la acción de los partidos: si asumen con coraje las reformas de sus organizaciones, si empoderan a las nuevas generaciones, si se abren los canales para escucharles y actuar. De forma simultánea, a esta hora, a los milenials corresponde una reflexión: si lo ocurrido con Trump se convierte en un aprendizaje. Una conclusion podría ser que la abstención no es una opción; que el afán de perfeccionismo puede conducirnos hacia decisiones erradas, y que la política es, a fin de cuentas, un punto entre las grandes metas y el arte de lo posible.
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