«Life is a mistake, Eduardo». Hace más de treinta años, me sorprendió escucharle esta frase a mi gran amigo Ken Nealson, biólogo de la NASA que dirigía el equipo de expertos designado para descubrir vida en otros universos. «La vida es una equivocación», repetía sin cesar a quien quisiera oírlo. Ken acababa de descubrir que la vida elaborada por proteínas constituía un proceso inexplicable, como anunciaba otro biólogo cuyo fallecimiento hemos sentido todos hace muy pocos días, el premio Nobel francés François Jacob. Si descubrís vida, creedme, paraos y recapacitad enseguida.
Es todo tan complicado que el empeño de los dogmáticos por hacernos creer lo contrario no es solo engañoso, sino insultante. ¡Qué tontería creer que a la gente se la puede dividir, simplemente, en derechas e izquierdas! Resulta que los científicos están descubriendo ahora que no es nada fácil saber cuál es el mejor sistema de distribución de la gente. ¿Es mejor –aceptando el impacto beneficioso de la asignación de premios Nobel– utilizar el método de los ganadores? Esto último nos conduce a vislumbrar nuestra sociedad mediante un gráfico en el que los mejores se apelotonan a la derecha del mismo, mientras el resto constituye una línea plana hasta la izquierda.
Muchos siguen defendiendo un diagrama radicalmente distinto, en el que proliferan las clases medias. Tal vez no haya tantos premios Nobel, pero sí suficientes incentivos en la actualidad para mantener niveles adecuados de productividad en la manada. Me refiero a lo que los expertos llaman ‘amalgamamiento en forma de campana’, donde los colectivos aparecen entonces en sociedades tipificadas en un gráfico como si fueran una campana: la manada ocupa casi todo el centro del dibujo; y los ganadores y perdedores apenas llenan los extremos del gráfico.
Piensen un poco y pregúntense: ¿los españoles estaríamos mejor en el organigrama de los vencedores, con unos cuantos Santiago Ramón y Cajal a la derecha y todos los demás, aficionados al fútbol y los toros, ocupando el resto hasta la extrema izquierda? ¿O, por el contrario, tendríamos que echar mano del diseño acampanado para describir a los españoles en un gráfico en el que apenas despuntan personas excepcionales en los extremos, pero donde la manada se siente sólida y armonizada, con una clase media muy numerosa y compactada en la mitad del dibujo? No lo sé; sinceramente.
El otro sabio entrevistado en la mitad de mi vida fue el famoso paleontólogo Stephen Jay Gould, ya fallecido. Su despacho era un claro reflejo de lo que pensaba, o más bien de lo que no pensaba: su sillón era no menos antiguo que los fósiles que lo rodeaban; era un mundo desperfecto y abigarrado compuesto por cajas llenas de restos de otras épocas. En un momento dado de la conversación, me soltó: «No caminamos hacia algo mejor». Gould no veía que la evolución tuviera un sentido. Vista de esta manera, como dice Ken Nealson, la vida podría, efectivamente, consistir en un error. No estaba escrito que ningún tiempo pasado fuera peor ni mejor.
Kenneth Nealson y Stephen Jay Gould son brillantes representantes del mundo no dogmático. Nada estaba escrito y todo dependía de cantidad de contingencias. La vida era muy complicada en los dos casos, pero seguíamos sin descifrar su origen ni sentido. Unas veces parecíamos ir hacia delante y otras, hacia atrás. Lo que hoy aparecía como una verdad universal mañana lo era solo de una distancia o velocidad determinada. Estaban los dos tan maravillados por la evolución de la vida que –al contrario de lo que sucede con tantos dogmáticos y políticos– no acababan de explicársela.
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