Cuando Joe Biden asumió como Presidente, Estados Unidos estaba empantanado en un estado de desorden y crispación, con su liderazgo mundial cuestionado. La caótica respuesta de la administración anterior a la pandemia de COVID-19 había expuesto una vulnerabilidad inédita para la reputación planetaria de eficiencia que tradicionalmente ha caracterizado al sistema de gobierno de los Estados Unidos. La insurrección postelectoral del 6 de enero, promovida por el ex presidente Trump y sus acólitos de extrema derecha, conmocionó a los líderes del mundo, mientras hacía salivar a tiranos, dictadores y toda esa dirigencia hostil a los valores de la democracia, el estado de derecho y la justicia, que Estados Unidos siempre ha encarnado y defendido.
Transcurridos cien días del descrito pandemonium, la administración Biden-Harris ha devuelto a Estados Unidos a su posición medular en el liderazgo planetario, al demostrar la combinación eficiente y deslumbrante de liderazgo compasivo, voluntad política, apego a la ciencia, activos de atención médica y logística para convocar la campaña de vacunación más impresionante que el mundo haya visto en respuesta al coronavirus. Consciente de que la pandemia, además de sus implicaciones económicas sin precedentes, desnudó las desigualdades, el presidente Biden enfiló su mayoría política en el Congreso para aprobar el Plan de Rescate de América, que ha proporcionado 1,9 billones de dólares en ayuda económica a desempleados, familias de clase trabajadora y pequeñas empresas, así como medidas de estímulo económico diseñadas de manera concienzuda para garantizar una rápida recuperación de la economía de EE. UU. Logro que en estos cien días se ha hecho palmario al ser restaurados 1,3 millones de puestos de trabajo (de un conjunto aún mayor que debe ser rescatado), y al posicionarse para un crecimiento económico anualizado proyectado sin precedentes, del 6,4% del PIB, el mayor incremento de la actividad económica en décadas. Amigos de todo el mundo han expresado, de muy diversas maneras lo que es un hecho ya visible para el planeta: “Estados Unidos, definitivamente, ha vuelto”.
El presidente Biden habló esta semana, en sesión conjunta del Congreso, para exponer, más allá de las conquistas de los cien días inaugurales, su audaz visión y agenda para el futuro inmediato. En su discurso -que las encuestas de CBS situaron en un rango de aprobación del 80% de los espectadores-, Joe Biden, quien estaba en su zona, y quizá en uno de sus mejores desempeños de oratoria en años, propuso la más transformadora y trascendente agenda socioeconómica que los Estados Unidos de América han perseguido desde Franklin Delano Roosevelt. El presidente dio prioridad a dos leyes integrales: el America Jobs Plan, una inversión en infraestructura dura y blanda (o social) de 2,3 billones de dólares para los próximos ocho años, que rehabilitará y actualizará carreteras, puentes, aeropuertos y puertos, así como ferrocarriles. El ambicioso plan de infraestructura eliminará las tuberías de plomo en todas las comunidades de Estados Unidos para llevar agua limpia a la totalidad de hogares y escuelas, mejorará la red eléctrica y construirá estaciones de carga de vehículos eléctricos en toda la geografía del país, con objeto de posicionar a los EE. UU. en la economía verde y de corregir las consecuencias negativas del cambio climático. Mucho más allá de la infraestructura tradicional, la administración Biden-Harris busca expandir el acceso a Internet de banda ancha a todos los rincones del país, mejorar el sistema de salud y garantizar la atención a las personas mayores y otras poblaciones vulnerables, lo que se conoce como “infraestructura blanda o social”.
La otra pieza de legislación promovida por el presidente es el Plan para las Familias Estadounidenses, que supone 1.8 billones de inversiones a largo plazo para, entre otras cosas esenciales, expandir la educación universal, incluida la educación preescolar gratuita, y dos años de educación superior gratuita en colegios universitarios comunitarios.
El jefe del Estado dejó claro que su proyecto es fiscalmente sostenible. De hecho, lo es. En respuesta adelantada a los conservadores que muy probablemente denunciarán una “agenda socialista” (a lo que es un plan profundamente popular y enfocado en las prioridades de la gente), así como a quienes hablan de deuda y déficit, Biden estableció que “la economía de goteo hacia abajo nunca ha funcionado” y que es hora de hacer crecer nuestra economía “desde abajo hacia arriba y desde el medio hacia afuera”. Los billones de dólares necesarios para estos planes plurianuales provendrán de la introducción de la equidad en nuestro sistema fiscal. Quienes trabajamos conectados con las complejidades de los impuestos y las finanzas públicas, así como magnates con comprensión de la realidad social, entre quienes se cuenta al icónico Warren Buffet, sabemos que este llamado a la justicia tributaria es necesario y factible.
Lo primero que debe resaltarse del plan fiscal es que ninguna persona con menos de 400 mil dólares anuales de ingresos verá subir sus impuestos. Entre las varias lagunas que se deben corregir en nuestro sistema de impuestos corporativos, como lo propone el presidente Biden, se destacan tres reformas: primero, revertir los injustificables recortes de impuestos de Donald Trump a las grandes corporaciones más ricas y personas con mayor fortuna e ingresos al nivel que teníamos antes, sin que antes tuviesen esos niveles de imposición un impacto negativo en el crecimiento económico y las inversiones privadas. Por otro lado, la justicia fiscal se devolverá a la ley cambiando la forma en que se gravan actualmente las ganancias de capital. Las ganancias de capital en los mercados de valores han sido gravadas a la mitad del impuesto nominal aplicable a la renta ordinaria que, además de la erosión de los ingresos fiscales, crea un sistema en el que se privilegia la especulación en los mercados de Wall Street sobre las nuevas inversiones, la expansión operativa y las ganancias producto del esfuerzo e innovación de empresas o particulares. De hecho, muchos inversores hoy en día tienen todos los incentivos para extraer excedentes de los ingresos comerciales o industriales ordinarios y mudarse al mundo de las bolsas de valores, en lugar de invertir o reinvertir en sus empresas o nuevas empresas, con la consecuente creación de más empleo y oportunidades. La otra reforma de equidad fiscal propuesta por el presidente es la de cambiar las disposiciones del código que crean la base impositiva aplicable a las transferencias intergeneracionales, a través de fondos fiduciarios utilizados por los estadounidenses más ricos. Lo que sucede es que la riqueza representada en acciones u otros activos se pasa de una generación a la otra, y en cada momento de la transferencia de propiedad, los beneficiarios obtienen el beneficio de valorar sus acciones y activos al valor de mercado vigente (definida como “base imponible aumentada”), en lugar del costo realmente pagado por el inversor original (conocido como “base imponible transferida”). Si se venden las acciones o activos, la ganancia es mínima (además de gravarse con tipos reducidos preferenciales); o con una planificación sofisticada, los beneficiarios pueden monetizar las ganancias no realizadas a través de préstamos de largo plazo que serán pagados con los ingresos por dividendos (también gravados con tasas reducidas), lográndose así una transmisión masiva de riqueza masiva durante varias generaciones, con implicaciones fiscales mínimas.
Finalmente, algunos conservadores aducirán que un aumento en los impuestos (que en realidad se trata de revertir los arbitrarios recortes de Trump) podría poner a Estados Unidos en desventaja frente otros países que tienen una carga tributaria nominal más baja. Olvidan, quienes argumenten esto, que en algunos de esos países también existe el Impuesto al Valor Agregado, además del Impuesto sobre Sociedades. Pero lo más importante es que, al observar la carga fiscal, el analista debe sumergirse en la tasa impositiva efectiva y no en la nominal que pagan los diferentes sectores de la economía. Las investigaciones no partidistas muestran que las tasas impositivas efectivas, que pagan las grandes corporaciones en todos los sectores, así como las personas más ricas de Estados Unidos, están en promedio por debajo del 10% (y en algunos casos tan bajas como 5% o menos), lo que convierte a Estados Unidos en el país desarrollado con la carga fiscal más baja del mundo para aquellos con mayor capacidad contributiva. Por lo tanto, hay un espacio significativo para una equidad fiscal que financie unas inversiones públicas que crearán riqueza con equidad para todos los estadounidenses. Estimaciones sólidas indican que las transformadoras inversiones en un plazo de ocho años, propuestas por el presidente Biden, pueden financiarse con su reforma tributaria y, además, estas inversiones fomentarán un mayor crecimiento económico, ampliarán la base impositiva y empoderarán a la clase media y las pequeñas empresas; y, sin duda, pondrán a los Estados Unidos a la vanguardia de la innovación en la economía de transición hacia la energía limpia.
Como inmigrante proveniente de América Latina, donde la desigualdad y las inequidades en la economía han promovido un populismo destructivo o regímenes socialistas, me resulta evidente que el mejor camino es abrazar una visión como la presentada por el presidente Biden, cuya gran consecuencia será el fortalecimiento de democracia. No de menor relevancia será otra repercusión prevista, cual es la de que la ciudadanía trabajadora y de clase media refuerce su confianza en la promesa de movilidad ascendente postulada por el capitalismo y la economía de mercado. De lo que se trata es de que el sistema brinde los mecanismos de recompensa de la iniciativa individual y del trabajo duro, no solo de la riqueza.
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