Ciudadanos

Aún no hemos sido capaces de asentar que la ciudadanía -y los derechos que conlleva- han de ser aplicados a todos los seres humanos que viven y trabajan en una comunidad, sin importar su lugar de nacimiento

En el primer capítulo de Newsroom, la nueva serie de Aaron Sorkin, el célebre comentarista Will McAvoy (Jeff Daniels) aparece en un panel universitario para hablar sobre su trabajo cuando una estudiante -alta y rubia- le pregunta, con la candidez y suficiencia que se asocia a sus compatriotas, por qué considera que Estados Unidos es la nación más grande del planeta. McAvoy evade la cuestión con un par de chistes pero, creyendo entrever en el público a su antigua novia y productora, responde con brutalidad: “No lo es”. Y, tras humillar a la chica, se lanza en una perorata sobre los motivos de esta debacle.

 Aunque nadie pone en duda las dimensiones de la libertad y el progreso alcanzados por Estados Unidos, nada resulta más chocante para quien ha vivido en este país -o para quienes comparten con él una frontera de dos mil kilómetros- que la grandilocuente retórica en torno a su identidad, encarnada en la pregunta y en la actitud de la estudiante, pero que se advierte en todos los ámbitos. Sus habitantes se sienten profundamente orgullosos de sus logros -de habitar, como reza su himno, the land of the free-, por más que la historia de Estados Unidos sea la de una larga y azarosa lucha por la libertad -y la igualdad- de aquellos que, en un momento u otro, se hallaban en los márgenes de la sociedad y no eran considerados parte de los “valientes” que habían fundado la nación.

Por más admirables que resulten en el contexto de la época, tanto la Declaración de Independencia de 1776 como la Constitución de 1787 señalaron la libertad e igualdad entre los hombres -siempre y cuando fuesen eso, hombres blancos mayores de edad. Tendrían que pasar casi ocho décadas y una guerra civil antes de que se aboliese a esclavitud -sin que ello significase la igualdad entre negros y blancos, conseguida hasta el último tercio del siglo pasado. Siempre en un escalón inferior, las mujeres no consiguieron la plena ciudadanía hasta 1920, con la aprobación de la Decimonovena Enmienda. Y todavía hoy los jóvenes de entre 16 y 21 años pueden ser juzgados como adultos -e incluso ejecutados como tales- pero no pueden consumir alcohol.

Más preocupante resulta la condición de otras minorías: homosexuales y extranjeros. El falso debate sobre el carácter conservador del matrimonio resulta irrelevante en estos términos: si dos personas, del sexo que fuere, deciden mantener una unión formal con consecuencias a largo plazo, la ley no tendría por qué restarles ese derecho. Del mismo modo que tampoco debería negarle a dos hombres o dos mujeres la posibilidad de adoptar. El reciente dictamen de la Suprema Corte de Justicia es un gran paso en este sentido; por desgracia, la plena normalización depende en buena medida de cada estado. (En México se vive la misma situación: matrimonio igualitario y capacidad de adopción en el DF, y discriminación en el resto del país).

Pocas naciones conceden tan pocos derechos a los extranjeros (no por nada llamados aliens) como Estados Unidos. Herederos de un concepto restrictivo que proviene del Imperio Romano, la ciudadanía se convierte en nuestros días en el principal pretexto para la discriminación. De nuevo: pese a los siglos que han transcurrido desde su Constitución y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, aún no hemos sido capaces de asentar que la ciudadanía -y los derechos que conlleva- han de ser aplicados a todos los seres humanos que viven y trabajan en una comunidad, sin importar su lugar de nacimiento.

En contra de lo que proclama el discurso patriótico -Estados Unidos como melting pot-, la reacción del medio blanco protestante contra los inmigrantes ha sido una constante en su historia. Irlandeses, italianos y judíos fueron vistos en el pasado como amenazas y sufrieron duras restricciones de entrada (lo cual impidió la salvación de miles de judíos durante la segunda guerra mundial, por ejemplo). Lo mismo ocurre hoy con los mal llamados “inmigrantes ilegales”, en especial de origen mexicano: 11 millones de personas que contribuyen a diario a la economía estadounidense.

Tras años de negarse a verlos -o de expulsarlos a mansalva-, el senado al fin aprobó una propuesta de reforma que podría concederles la ciudadanía luego de cumplir numerosos trámites y de pasar largos años en un limbo jurídico. La política, lo sabemos, es el arte de lo posible, y en este caso este camino ha sido el único conseguido por los sectores más progresistas del país -a cambio, eso sí, de un nuevo plan para “sellar la frontera” que contempla otro de esos siniestros muros que son uno de los mayores símbolos de la discriminación en el planeta. Y ni así los republicanos parecen sentirse satisfechos.

Pese a su tono provocador, McAvoy dijo que Estados Unidos ya no era la nación más grande del planeta, pero podría volver a serlo. Para esos 11 millones, la aprobación de esta ley sería una gran victoria, pero la sólo idea de que para ello es necesario pactar la construcción de un muro reforzado demuestra la perversión implícita en el lema “the land of the free“.

Jorge Volpi @jvolpi | El Boomerang