El Vargas Llosa de sus brillantes inicios resucita siempre en el último de sus libros, como ocurre con El héroe discreto; todas sus marcas de fábrica están patentes en la trama y en el lenguaje coloquial, y algunos de sus personajes regresan para ocupar lugares que ellos mismos reclaman en el relato. Le he oído decir, en Panamá, y en Guadalajara más recientemente, en las presentaciones de El héroe discreto, que esos personajes recurrentes, tal es el caso del sargento Lituma y los inconquistables, o el de don Rigoberto, doña Lucrecia y Fonchito, se presentan delante de él cuando va a emprender una nueva escritura, para dejarse ver, como diciéndole al novelista: aquí estamos, míranos bien, no nos has aprovechado lo suficiente.
De modo que El héroe discreto es una novela hija de la maestría, y eso no quiere decir que no sea una novela juvenil, porque también La ciudad y los perros, la primera que escribió, es una novela maestra. Frescura juvenil y madurez reflexiva llegan a ser una fórmula clave en la escritura. Pero El héroe discreto es también lo que podría llamarse una novela moral, y no moralizadora, por supuesto. Una novela ejemplar, porque lo que busca mostrar son ejemplos de conducta.
Entre la confusión ética de los tiempos modernos, el novelista acude a unos casos extraídos del mundo cotidiano, para probar que el heroísmo no es solamente fruto de las grandes batallas o de los momentos estelares de la historia, sino que puede surgir de una decisión personal de conciencia, y casi anónima: la resistencia frente al chantaje, o las convenciones sociales, ambos actos de valentía. Es lo que ocurre con los protagonistas de la novela, Felícito Yanaqué, un modesto transportista de la ciudad de Piura, y don Ismael Carrera, un empresario de seguros de Lima. El primero resiste la extorsión, floreciente negocio contemporáneo, en todas las escalas; y el segundo, miembro de la elite social limeña, decide casarse con su empleada doméstica.
Pero hay otro personaje en la novela que ha llamado mi atención, extraño en su catadura, y es Edilberto Torres. A cualquier hora y en cualquier circunstancia comienza a presentarse en distintos sitios de Lima, a manera de una aparición, delante de Fonchito, el hijo de don Rigoberto, antes enamorado de doña Lucrecia, su madrastra, en Elogio de la madrastra. Cuando llegamos a creer que se trata de una encarnación del diablo, lo vemos sentarse al lado de Fonchito en una iglesia, sin ninguna aprehensión, y entonces puede ser también un ángel guardián, y hasta un espíritu burlón. Y ha llamado mi atención, además, por su nombre.
Apenas cambiando una letra en su nombre de pila, se convierte en Edelberto Torres, quien de verdad existió, y era nicaragüense, igual que Norwin Sánchez de Conversación en la catedral. Se lo he comentado a Mario en un aparte del tráfago de la Feria del Libro de Guadalajara, y me dice que claro que sí, Edelberto Torres, el gran biógrafo de Rubén Darío, lo recuerda bien, pero que a la hora de ponerle nombre a su personaje de ninguna manera pensó en él. Lo tenías en las profundidades del subconsciente, le digo, de allí surgió a la superficie. Eso puede ser, me responde, el subconsciente es tan vasto y poderoso.
Y entonces le digo que don Edelberto, como lo llamábamos, viene a ser el tercer héroe discreto. Este hombre menudo y moreno, de andar nervioso y grandes suspiros cuando se acordaba de las calamidades de su patria bajo la dictadura de Somoza, eterno exiliado, fue despedido en los años cuarenta del siglo pasado del Ministerio de Educación por sus propuestas revolucionarias en cuanto a la enseñanza, que se fue a aplicar a Guatemala cuando triunfó la revolución democrática del doctor Juan José Arévalo, y siendo maestro no dejó nunca de ser conspirador contra Somoza.
Cuando triunfó en Costa Rica la otra revolución democrática de José Figueres en 1948, con el apoyo de la Legión del Caribe, que pretendía derrocar a las numerosas dictaduras de entonces, don Edelberto empezó a fungir como correo de aquella fraternidad caballeresca. Una vez viajaba entre Guatemala y San José en un vuelo sin escalas de la extinta Panamerican, cuando el avión bajó complacientemente en Managua sólo para que sacaran por la fuerza a don Edelberto, que pasó encarcelado en las ergástulas de la dictadura más de un año.
Al ser por fin liberado, regresó a Guatemala donde interpuso una demanda judicial contra la Panamerican, que nadie pensaba que podría ganar, pero tras años de lucha, sin arredrarse, tal como don Felícito Yanaqué se enfrente a la incógnita banda de la arañita, ganó el juicio, y la compañía le pagó una indemnización. El dinero se repartió entre los abogados y la causa revolucionaria de don Edelberto, porque siguió siendo pobre, y honesto. Había demostrado, como don Felícito, que no hay que dejarse pisotear.
La otra pasión de su vida, ya está claro que una era derrocar a la familia Somoza, fue Rubén Darío, y como Mario bien recuerda, escribió su más exhaustiva biografía, La dramática vida de Rubén Darío, una labor de muchos años en las que consumió sus ahorros, pues él mismo financiaba sus viajes de investigación a España, Argentina, Chile, en busca de consultar archivos y bibliotecas. Lo más notorio de esas páginas es que trata a Rubén como su propio hijo: se entristece con sus penurias, lo regaña por sus disipaciones alcohólicas, se hincha de orgullo cuando describe la ceremonia de su presentación de credenciales en la corte de Madrid delante del rey Alfonso XIII, entre “testas coronadas”.
Este es entonces el tercer héroe discreto que por la puerta del subconsciente entró, con una vocal de su nombre alterada, en el espléndido universo de la novela de Mario Vargas Llosa, para identificarse con quienes no aceptan dejarse nunca pisotear por nadie, como un mandato de honor, y tampoco reclaman ningún lugar prominente en la historia.