Creo que hay que retrotraerse a un lugar olvidado, como Soulac-sur-Mer, una playa en el Atlántico a unos noventa kilómetros de Burdeos (Francia), para descubrir las cosas a las que no renunciará la gente. En la aldea hay una hermosa ermita del siglo XII que servía de alto en el camino a los que peregrinaban a Santiago; es muy probable que en los próximos treinta años alguien continúe peregrinando, como hace novecientos años, a la tumba del apóstol.
Definitivamente, la gente elegirá vivir en casas de menores dimensiones que las actuales; quiero decir que los domicilios serán más manejables y que no será extraño compartir el dormitorio con alguien. Poco a poco, en los distintos países del mundo occidental se volverá a dormir acompañado; costó mucho –sobre todo a los niños– tragar la soledad y el desgarro provocados por la idea insólita de dormir separado del resto. ¿A quién se le ocurrió la idea de que todo Dios durmiera, súbitamente, alejado de los demás?
Se habrán acabado, desde luego, las ciudades dormitorio: ir a dormir a veinte kilómetros del lugar donde uno trabaja ni estará en consonancia con la evolución futura de la familia ni, sobre todo, con el coste de la energía: malgastar una energía que cuesta mucho conseguir para mover un coche de más de dos mil kilos en el que viaja una sola persona de setenta se habrá terminado.
La familia seguirá, por supuesto, disminuyendo en número y obsesiones. Nadie se acordará de la compensación recibida por familia numerosa. Menos miembros que antaño en lugares más modestos, pero más alegres –una vivienda más pequeña formará parte de colectivos rodeados de vegetación–.
La pauta de conciliar entretenimiento y conocimiento se habrá impuesto en la vida de la pareja, en la empresa y en la propia Administración. Se dará por sentado que la salud mental depende de la salud física y, por lo tanto, se cuidarán tanto la una como la otra.
El entretenimiento no solo será compatible con el trabajo, sino que serán inconcebibles el uno sin el otro. El trabajo consistirá en profundizar en lo que los educandos llamarán entonces ‘su elemento’, es decir, el trabajo que le permita soñar a uno, porque ya nadie dudará de que la mejor manera de ser dichoso será haciendo felices a los demás. En el laboratorio, los experimentos con ratitas están demostrando todos los días que se disfruta más cuando se gana para los que te rodean. Las únicas empresas abocadas a la quiebra serán las dirigidas por directivos egoístas, autoritarios y maleducados.
El ciudadano de la calle será el primero en palpar la acelerada pérdida del poder del estado y de los funcionarios. La sociedad civil recuperará parte de la creatividad innovadora que tuvo hasta hace unos ocho mil años, cuando la condición humana se hizo sedentaria y generó el primer excedente de alimentos, que debía protegerse del resto. Aquel estado estrafalario, surgido solo para garantizar a los agricultores ricos que se mantendría a raya a los sospechosos de desposeerlos –los desquiciados físicos y mentales seguirían estando maltratados, como siempre– creció de forma ininterrumpida e injustificada.
Las compensaciones irrisorias recibidas por velar por el bienestar colectivo se transformaron en exacciones desorbitadas no solo por mantener el orden, sino en beneficio de los propios dimanantes de empresas inventadas por el estado. En pocos años, la deuda pública y la privada fueron carcomiendo una parte creciente de la riqueza, hasta que el valor de lo que se debía era superior a lo que uno mismo valía. La deuda superaba, decían los economistas, el valor del producto interior bruto.
Gradualmente la sociedad irá aprendiendo, gracias a las redes sociales y a la propagación de la empatía, a cuidarse de sí misma y a no necesitar de las ayudas interesadas de terceros.
El blog de Eduard Punset