Para quienes hemos estudiado la historia de la República de Weimar y su trágica transformación en el régimen nazi, es imposible no estremecerse ante ciertas resonancias que hoy comienzan a sentirse en los Estados Unidos. Uno de los episodios más inquietantes de ese proceso fue el modo en que el régimen nazi intervino en la vida académica alemana, purgando universidades, silenciando voces disidentes y subordinando el pensamiento al poder político. Lo que en su momento pareció impensable —la captura ideológica de las instituciones intelectuales— se volvió realidad en cuestión de años.

Hoy, en pleno siglo XXI, vemos señales preocupantes bajo el ala del trumpismo, una corriente política que, si bien no calca el modelo nazi, sí comparte con él una profunda desconfianza hacia la crítica, el saber y las instituciones que los encarnan. Las universidades —sobre todo las más prestigiosas y de pensamiento progresista— han pasado a ser blanco de ataques sistemáticos, ya no solo desde discursos incendiarios, sino mediante el uso del aparato estatal para intimidar, controlar o deslegitimar.
La administración Trump ha puesto bajo revisión $9 mil millones en fondos de investigación, lo que ha llevado a universidades como Princeton, Harvard, Penn y Columbia a implementar cambios administrativos y programáticos en un intento por evitar sanciones. Estas acciones han generado un debate interno sobre la autonomía institucional y la libertad académica.
Theodor Adorno, al reflexionar sobre las condiciones que permitieron el ascenso del fascismo, escribió: “La incapacidad de pensar es una amenaza más peligrosa que la ignorancia misma”. Este juicio resuena con fuerza hoy, cuando desde algunos sectores del poder se fomenta el descrédito del pensamiento crítico y se castiga la disidencia académica bajo etiquetas como “woke” o “marxismo cultural”. La idea es clara: cualquier saber que cuestione, incomode o contradiga el relato oficial debe ser considerado sospechoso.
Durante el Tercer Reich, los profesores considerados “no arios”, liberales o simplemente críticos fueron expulsados de sus cargos. Muchos de ellos emigraron, llevando consigo un legado que influiría enormemente en el pensamiento occidental. En paralelo, se instituyó una nueva pedagogía orientada al adoctrinamiento, con el conocimiento subordinado al nacionalismo y a la pureza racial.
No estamos aún, por supuesto, en una situación equivalente. Pero conviene recordar la advertencia de Hannah Arendt cuando hablaba de la banalidad del mal: no son solo los grandes crímenes los que destruyen las democracias, sino la acumulación de pequeñas renuncias, silencios cómplices y acomodos tácticos. Lo que comienza como una “reforma” educativa o un ajuste de fondos puede terminar, si no se enfrenta con firmeza, en un modelo de control ideológico. En este contexto, las universidades afectadas enfrentan el desafío de navegar entre las demandas gubernamentales y la preservación de sus valores fundamentales de libertad académica y autonomía institucional.
El trumpismo ha emprendido una cruzada contra lo que llama “adoctrinamiento progresista” en las universidades. Gobernadores aliados han retirado financiamiento, reformado el pénsum de estudios, e incluso intentado imponer directores universitarios afines políticamente. Bajo el pretexto de “neutralidad ideológica” o “libertad de pensamiento”, lo que se busca es disciplinar el pensamiento, no liberarlo. Tal como ocurrió en la Alemania de los años treinta, la hostilidad contra las élites culturales es una forma de consolidar un relato único, nacionalista, identitario, excluyente.
La defensa de la universidad como espacio de pensamiento libre, autónomo y crítico no es una cuestión meramente académica. Es, como bien sabía Adorno, una cuestión política de primer orden. Las democracias fuertes se nutren de ciudadanos capaces de pensar por sí mismos. Y ese pensamiento no se cultiva en el ruido de las redes sociales ni en la repetición de eslóganes vacíos, sino en la lenta, exigente y a menudo incómoda tarea de pensar con otros, incluso con quienes no estamos de acuerdo.
La historia no se repite de forma literal, pero sí deja ecos que vale la pena escuchar. El asalto a las universidades no es un asunto menor, sino una señal de alarma para todos los que creemos que la democracia se sostiene, entre otras cosas, en la libertad de pensar y disentir. El desenlace de esta confrontación tendrá implicaciones duraderas para el panorama educativo y político de Estados Unidos.
Como dijo Arendt: “Donde todos piensan igual, nadie piensa mucho”. Cuidar nuestras universidades es, en definitiva, cuidar nuestra capacidad colectiva de seguir pensando.