Recuerdo cuando, hace diez años, los narcotraficantes mostraban en Bogotá los éxitos irrefrenables que les aportaba un negocio ubicado en Medellín, pero cuyo mercado se extendía por medio mundo, particularmente por Europa y los Estados Unidos.
Hoy, los protagonistas del narcotráfico tienen reparos en hacer gala de su riqueza y no escatiman iniciativas para demostrar que se han negado a sí mismos la violación de mujeres o los asesinatos de menores de edad. Paralelamente, ciudades como Medellín, consideradas antaño como cuna del narcotráfico, están desplegando hoy todo tipo de iniciativas para que la juventud pueda manifestar de otro modo su ánimo innovador.
Medellín sigue aglutinando una gran parte del poder mediático, pero sus innovaciones están amortizando el poder de la droga. Alguna de sus nuevas bibliotecas públicas ha alcanzado ya el sello de lugares extremadamente concurridos, donde los jóvenes se citan para intercambiar información y conocer mejor su sociedad. Cada día está más claro que no hay un solo camino para combatir la droga y que es indispensable ahondar en el conocimiento de este inmenso mercado. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que las leyes antidroga no funcionan. ¿Por qué?
Nos resulta mucho más útil prohibirlas cuando identificamos algún peligro en su uso que analizar sus beneficios potenciales y mantener activos los procesos de investigación. La prohibición de una droga, incluso en el caso del LSD o las setas alucinógenas, a menudo se hace sin relacionarla con los daños que provocan. En la década de los cincuenta, la investigación sobre el LSD ayudó mucho a comprender cómo funcionaba el cerebro y para tratar a enfermos con cáncer terminal. Toda esta investigación se interrumpió luego durante prácticamente cincuenta años, como afirma el prestigioso psicofarmacólogo inglés David Nutt, sin razón ni sentido, por haber incluido erróneamente el LSD en el grupo de las sustancias perjudiciales.
En efecto, parecería que el alcohol y el tabaco, al no estar prohibidos a pesar de su consumo masivo, deberían despuntar como dos productos capitales de referencia. Parecerían estar en lo cierto países como España y los Estados Unidos, en los que se ha enraizado un cambio del alcohol al cannabis, por ser este último lícito y más seguro. Habría pues que reclasificar las drogas de acuerdo con su capacidad para provocar el mal y no solo el enfurruñamiento de un determinado país con una de las drogas por motivos históricos o comerciales.
El segundo punto de reflexión es que la adicción a las drogas no tiene una única causa. Algunos la desarrollan porque son muy vulnerables al placer; otros, por su falta de autocontrol; y otros, porque son demasiado sensibles al estrés. En América Latina flota en el aire ese convencimiento de que podría ganarse la batalla adscribiendo a las distintas adicciones terapias diferenciadas: hay jóvenes alcohólicos que no han sido atendidos debidamente de sus ansiedades sociales a los que podría administrarse Prozac; otros son alcohólicos porque el alcohol los ayuda a combatir el estrés, y a estos les vendría bien un antidepresivo. O sea, que a medida que se consigue diferenciar y tratar el trastorno se evita el consumo de drogas.
Los sistemas educativos son mucho más útiles para formar a los jóvenes que las prohibiciones. En mi último viaje por América Latina he constatado la mayor familiaridad del hombre de la calle con las drogas. Más gente que en Europa parece ser consciente de que todas las drogas que consumimos actúan sobre las sustancias químicas que ya están en nuestro cerebro. La heroína imita las endorfinas; el cannabis, la anandamida; y la cocaína libera dopamina. Es este mayor contacto con la naturaleza lo que me induce a pensar que la educación es más importante que la represión.
Eduardo Punset | @epunset