El debate sobre la desconocida declaración de impuestos de Trump

Durante los últimos dos meses la negativa de Trump de hacer pública su declaración de impuestos ha tomado cuerpo en el debate electoral de los Estados Unidos. Mucho más desde la semana pasada, cuando en un gesto de transparencia y buena fe, tanto Hillary Clinton como su compañero de fórmula, Tim Kaine, divulgaron sus registros correspondientes al ejercicio fiscal de 2015. Este gesto no solo se inscribe en la tradición moderna de todos los candidatos presidenciales desde la década de 1960, sino que reafirma una pauta establecida por los Clinton de divulgar sus declaraciones de impuestos entre 2007 y 2015.

Con esta práctica, los candidatos buscan no solo dar muestras de que no tienen nada que ocultar –algo, por cierto, que no puede decirse de Donald Trump–, sino evitar opacidad en la formulación de políticas públicas en materia fiscal o de otra índole (al conocerse, por sus declaraciones, la tasa efectiva de tributación, inversiones y sectores por ramo de actividad). La divulgación de las tributaciones al fisco contribuye también a desnudar vínculos financieros de los candidatos, que pueden concernir al electorado e influir en su decisión.

En cualquier caso, es sin duda una sana costumbre, que apunta a fortalecer la lucha contra la corrupción, así como a refrendar la transparencia y la honestidad, que son la moneda que hacen de Estados Unidos una de las más sólidas democracias del mundo. Por otro lado, es un hecho que la opacidad permite a los políticos de mala fe explotar el sistema para obtener beneficios a costa de los contribuyentes.

En Estados Unidos han surgido muchas preguntas sobre lo que esconde Trump, y su renuencia a mostrar su declaración de impuestos ha erosionado aún más su ya mermada posición en las encuestas. Hasta un coro de republicanos ha expresado su preocupación al respecto, incluyendo el prominente apoyo de Trump, el senador Mitch McConnell, quien ha aludido al asunto con toda claridad: “Durante los últimos 30 ó 40 años, todos los aspirantes a la Presidencia han dado a conocer sus declaraciones de impuestos; y creo que Donald Trump debería hacerlo también”.

El propio candidato a vicepresidente de Trump, el gobernador Pence, ha dicho que él sí dará a conocer su declaración de impuesto del ejercicio 2015, lo cual sería devastador si Trump persiste en su reticencia: ¿qué es tan comprometedor, que el aspirante republicano ha optado por violentar más de 40 años de tradición, además de sus propias, reiteradas, promesas? Cuanto más tarde en quitar el velo a sus declaraciones de impuestos, más podemos sospechar que allí se oculta una caja de Pandora política. Varios observadores han asomado una serie de posibles explicaciones: ¿los reportes impositivos de Trump podrían evidenciar sus presuntos vínculos con los oligarcas rusos?, ¿está tributando la cantidad apropiada sobre su “enorme” fortuna (o, peor, ningún impuesto en absoluto)?

Este debate nos llevó a reflexionar sobre toda nuestra América Latina. ¿Qué pasaría si se diese un paso en nuestra cultura política y hubiera una presión efectiva para que quien aspire a gobernarnos (presidentes, gobernadores, parlamentarios) haga públicas sus declaraciones de impuestos, con todo detalle, sobre su patrimonio, negocios, fuentes de ingresos, donaciones o filantropía, y demás información financiera que expresada en ella?

¿Se imaginan a los jerarcas en todos los gobiernos de la región respondiendo preguntas de la prensa sobre tal o cual negocio, sus vínculos con determinada empresa o banco al cual deben dinero, y la tasa efectiva de impuestos que pagan en relación a su posición económica?

Este es un somero avance acerca de un asunto sobre el cual sería interesante incluso legislar, como forma de fortalecer la transparencia y credibilidad de la política y del sistema político. Con una práctica tan sencilla como la acostumbrada en Estados Unidos que obligue al gobernante a mostrar sus declaraciones de impuesto, ganarían la confianza y la gobernabilidad. Y, desde luego, perderían los caudillos negados a toda contraloría, y perderían también el autoritarismo y toda esa oligarquía apuntalada en la corrupción muchas veces tolerada por las sociedades.

 

Entre tanto, nos leemos por @lecumberry