Derecho a que me pregunten

Viviremos mejor cuando nos dejen votar para lo que nos interesa y no solo para lo que les interesa a ellos; cuando aprendamos a cambiar de opinión y de partido

Nada ni nadie me puede quitar el derecho individual que tengo a que me pregunten cómo quiero vivir. Los supuestos mejores expertos del país, como el gobernador del Banco de España, pueden augurarme todo tipo de calamidades en el caso de que prefiera no formar parte del país llamado España. O exactamente lo contrario, como ha hecho el recientemente galardonado con el Premio Jaime I, el científico Manel Esteller. Los dos tienen derecho a contestar a la pregunta, aunque el uno proponga que se impida votar y el otro que dejen hacerlo.

¿Qué es lo que más me preocupa del país en que vivo? En primer lugar, esa manía ancestral que tenemos de no escuchar a los demás y escucharnos solo a nosotros mismos. El gobernador del Banco de España no sabe de verdad si los siete millones de catalanes vivirían mejor o peor siendo independientes.

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Hasta la materia cambia de estado

Lo que está claro es que a él no le gustaría nada que unos cuantos millones de catalanes optaran por la independencia. Mi amigo científico Manel Esteller vaticina que, si Cataluña eligiera la independencia, él investigaría mejor. Pero sería tan absurdo optar por la opinión del gobernador del Banco de España como por la del gran científico y afianzador de la epigenética en este país: los dos tienen razón al creer cosas dispares, pero ninguno de los dos sabe de verdad lo que ocurriría.

La segunda cosa que me molesta es la falta de vocación y de experiencia en lidiar con los votos y las consecuencias de votar de una determinada manera. No hay más que estudiar la manera en que toman sus decisiones las comunidades de vecinos. En lugar de atenerse al sentido estricto del voto, en las reuniones de vecinos se producen discusiones interminables sobre las preferencias en materia de colores, la historia y la evolución supuesta del gusto, o se escuchan los panegíricos sobre lo que se votó en tal o cual ocasión a comienzos del siglo pasado. Absolutamente todo menos el recuento de los votos, que es lo único que cuenta. En España parece que lo importante es apreciar la división entre derechas e izquierdas, dejando que ella establezca el porvenir por encima del sentido del voto.

La tercera cosa que me separa de mis vecinos es su negativa absoluta a cambiar de opinión. Dar el brazo a torcer supone una verdadera traición a la doctrina heredada. Es mejor defender lo que siempre he pensado que mostrar mi capacidad para saber adaptarme a una situación nueva. Siempre cito a este respecto la sorpresa que me provocó mi nieta al quejarse, en pleno verano, de mi supuesta afición por jugar a cambiarle los cubitos de hielo de su vaso sin que se diera cuenta; no se había percatado de que yo no tenía nada que ver en el cambio y me costó horrores convencerla de que la culpa de la desaparición de los cubitos de hielo no la tenía yo, sino el calor, que los transformaba en líquido. Aproveché esta oportunidad que me brindaba la naturaleza para apostar a favor del cambio: «Si hasta la estructura de la naturaleza puede cambiar de sólido a líquido –le dije–, imagínate lo fácil que debe ser cambiar de opinión».

La cuarta costumbre de mis conciudadanos que me gustaría ver desaparecer para siempre es su incapacidad para conciliar entretenimiento y conocimiento. «Vais a llevar a vuestra empresa a la bancarrota –les digo a mis amigos empresarios con la cara cuadrada–; sonreíd, por favor; está comprobado en el laboratorio que una sonrisa es mejor que un fármaco». El día que desaparezcan el enfado y la cara cuadrada del trato personal se habrá iniciado el recurso a las políticas de prevención, hoy día inexistentes a pesar de su naturaleza casi gratuita. Se vivirá mejor cuando nos dejen votar para lo que nos interesa y no solo para lo que les interesa a ellos; cuando aprendamos a cambiar de opinión y de partido. Y, por favor, sonrían un poco.