El presidente Donald Trump ha insistido en que Estados Unidos está al borde de la ruina. Lo ha dicho en entrevistas, en mítines, en tuits incendiarios y frente al Congreso. Su narrativa de desastre contrasta radicalmente con los indicadores económicos. La realidad tangible es que Estados Unidos disfruta de una posición económica envidiable. De hecho, en los últimos veinte años ha duplicado el tamaño de la economía de la unión europea incluyendo al Reino Unido. Sus universidades lideran la investigación global, sus empresas tecnológicas han transformado el mundo, y sus instituciones —aunque presionadas— han sido durante décadas ejemplo de estabilidad. Sin embargo, el presidente Donald Trump insiste en pintar una imagen apocalíptica del país, proclamando su decadencia mientras aplica medidas que, en realidad, están acelerando el deterioro institucional.

¿Por qué construir una narrativa de colapso cuando los indicadores muestran fortaleza? La respuesta es tan antigua como el poder: el miedo es la herramienta más efectiva para justificar decisiones extremas. Trump ha declarado la guerra de tarifas con el mundo entero, impulsado recortes presupuestarios a centros de excelencia como Columbia, Princeton y Cornell, ha intentado someter a los tribunales, ha descalificado a jueces y la prensa, y ha sembrado dudas sobre las ayudas para el tercer mundo. En el fondo, no se trata solo de una estrategia política. Es una forma de ver el mundo. Y también, de destruirlo.
La mejor metáfora para entender esta transformación es la del padre generoso y el hijo obtuso. Un hombre construye su fortuna compartiendo, incluyendo, apostando al desarrollo colectivo. Su generosidad no lo empobrece: lo enriquece. A su muerte, su hijo hereda ese imperio y decide que todo lo que hacía su padre era un desperdicio: recorta becas, despide extranjeros, persigue a quien piense distinto. Lo que sigue es previsible: la decadencia.
Así está actuando hoy Estados Unidos. El país que alguna vez lideró el mundo desde el prestigio moral y la generosidad estratégica —el Plan Marshall, la cooperación internacional, el sistema multilateral— hoy se repliega sobre sí mismo, como un millonario paranoico que ve enemigos en todas partes.
La historia ya nos enseñó lo que ocurre cuando la arbitrariedad sustituye al consenso. Hannah Arendt lo escribió con claridad al analizar el ascenso del totalitarismo: “El ideal del gobierno totalitario no es la ley, sino la arbitrariedad”. Y George Orwell lo advirtió con su crudeza habitual: “La verdad dejó de ser verdad, y la mentira se volvió la base de toda política”. Lo que estamos presenciando no es una mera diferencia ideológica: es un giro estructural hacia la autocracia.
Estados Unidos corre el riesgo de arruinar no solo su economía política, sino también el contrato simbólico que lo convirtió en referente para el mundo. La lucha contra el conocimiento, la ciencia, la cooperación internacional y la inclusión no solo es reaccionaria: es suicida. En un mundo cada vez más interdependiente, el aislamiento es empobrecimiento.
Hoy más que nunca es urgente recordar que la riqueza de una nación no está solo en su PIB, sino en la confianza que genera, en el respeto que inspira y en la calidad de su ciudadanía. Si el hijo obtuso no lo comprende, el legado del padre generoso quedará reducido a escombros.
—————-
José Domingo Sosa, es economista, MBA y ex banquero de inversión. Tras retirarse del mundo financiero, se ha dedicado durante los últimos veinte y cinco años al estudio de la filosofía, con especial énfasis en un doctorado en la psicología profunda, la fenomenología, el existencialismo y la crítica al autoritarismo moderno.