En la década de 1990, italianos, rusos y venezolanos estaban tan hartos de sus políticos como los egipcios, brasileños y turcos hoy están de los suyos. La corrupción, que durante mucho tiempo había sido tolerada, de repente se les volvió insoportable. La gente también perdió la paciencia con la ineptitud burocrática y los malos servicios públicos. Se evaporó la apatía política y salir a la calle a protestar al grito de “Échenlos a todos” se hizo normal. “Todos” eran, por supuesto, los políticos que vivían cada vez mejor mientras a la mayoría le iba cada vez peor. En Italia, Tangentópolis, el escándalo de corrupción que desveló los enormes sobornos en los contratos de obras públicas, produjo un terremoto político. Mani pulite (manos limpias), la investigación realizada por un grupo de magistrados, llevó a juicio a más de la mitad de los miembros del Parlamento italiano. Los Gobiernos de más de 400 ciudades fueron disueltos una vez descubierta la vasta corrupción que los corroía. Los cinco partidos que habían gobernado Italia desde 1947 colapsaron, y con ellos el sistema de partidos que hasta entonces dominó la política. Los italianos exigían líderes honestos y, sobre todo, nuevas caras en el poder. Silvio Berlusconi ofreció sus servicios a la nación. En 1994, solo tres meses después de crear su partido Forza Italia, Berlusconi obtuvo los votos necesarios para ser primer ministro. Y ahí se quedó: es el político que más tiempo ha gobernado Italia durante la posguerra.
Vladímir Putin fue otra “cara nueva” que llegó al poder como resultado de un repentino estallido de indignación popular contra el Gobierno, la corrupción y por la generalizada percepción de que Rusia estaba en caída libre. Putin, el agente de la KGB, al igual que Berlusconi, el magnate mediático, no venía de la política —y eso los hacía atractivos—. En 1999, Putin fue nombrado primer ministro por el presidente Borís Yeltsin, quien estaba mal de salud y políticamente muy débil. Poco tiempo después, Yeltsin dimitió y encargó a Putin la presidencia. Unos meses más tarde, y como resultado de unas intempestivas elecciones, Putin gana con el 53% de los votos. Millones de rusos descorazonados por el Gobierno que reemplazó al régimen comunista depositaron su esperanza en este nuevo líder que les prometió acabar con oligarcas, mafiosos y terroristas y restituir la dignidad de Rusia. Una vez que llegó al Kremlin, Putin nunca se marchó.
Mientras tanto, en las antípodas de Rusia, algo parecido estaba pasando. En 1998, Venezuela también votó por una “cara nueva”. Una vez más, la corrupción, la exasperación producida por la crisis económica y el desprestigio de los políticos de siempre nutrieron un enorme apetito popular por tener a “alguien distinto” en el poder. El teniente coronel Hugo Chávez supo satisfacer esa demanda. Y al igual que Vladímir Putin, una vez que puso el pie en el palacio presidencial, nunca se fue. Se aferró al poder durante 14 años, y una vez que su enfermedad entró en etapa terminal, designó a Nicolás Maduro como su sucesor.
Berlusconi, Putin y Chávez no podrían ser más diferentes. Sus respectivos países tampoco podrían ser más distintos. Sin embargo, los paralelismos son sorprendentes. Los tres basaron su meteórico ascenso al poder en el hecho de que su país estaba harto de los políticos y de la élite gobernante tradicional. El apetito popular de tener una “nueva cara” en el poder les abrió las puertas. En los tres casos, la “nueva cara” gana las elecciones y rápidamente impone nuevas reglas políticas que le permiten concentrar poder, pulverizar a una oposición ya débil y perpetuarse en el cargo. Todo su capital político y toda la energía la ponen al servicio de un solo objetivo: mantenerse en el poder. Por desgracia, hoy día, Italia, Rusia y Venezuela son sociedades débiles y fragmentadas. Las “nuevas caras” no resultaron ser buenos gobernantes.
La lección no es que los políticos “de siempre” que han dejado de oír al pueblo, que son ineptos o que toleran la corrupción no deben ser denunciados y eventualmente reemplazados por métodos democráticos. La lección es que echarles es la parte más fácil del problema. Reemplazarlos por un líder que no sea simplemente una “nueva cara” y que no se limite a decir las mentiras que satisfacen a la mayoría es el verdadero, y muy difícil, reto. Pero sobre todo, hay que impedir que la “nueva cara” se perpetúe en el poder. Como hemos visto, una vez que llegan al palacio es difícil sacarles de ahí.
Moisés Naím | MoisesNaim.com Twitter @moisesnaim