¿Cómo hemos podido vivir dos millones de años sin saber lo que nos pasaba por dentro? Al comienzo de todo, sentíamos lo mismo que el resto de la manada a la que pertenecíamos: básicamente, hambre, sed y miedo.
Estábamos convencidos de que todas nuestras sensaciones se activaban en el cerebro y de que todas eran concretas y fisiológicas, como el hambre o la sed. Nos era muy difícil pensar de otra manera; es decir, creer que nuestro cerebro se activaba también por razones o motivos ajenos: no solo por causas fisiológicas o concretas, como el hambre o el miedo, sino también por motivos como el sufrimiento o la soledad de los demás.
Hace probablemente unos cien mil años empezamos a sentir la empatía, el don de saber compartir el dolor de los demás. Fue un cambio trascendental que transformó la evolución de los homínidos. Hasta entonces, lo que nos pasaba por dentro venía dictado por tres causas independientes: lo que llamábamos relaciones personales, movidas básicamente por la educación recibida; el afecto y el amor de los demás, que solía llenar contra viento y marea el inconsciente de la manada; y, finalmente, muy en la cola, la falta de dinero.
Este último factor lo habíamos mediatizado siempre. Cuando la gente alcanzaba un determinado nivel de ingresos, se ponía nerviosa porque debía tomar decisiones varias en cada momento: ¿qué tipo de necesidades voy a intentar saciar en primer lugar? ¿Apuesto por el trabajo o por más placer? ¿Puedo realmente ver a más personas de las que estoy viendo, asumiendo más compromisos? Más allá del nivel de subsistencia, manejar el dinero se convertía en una tarea complicada.
Tradicionalmente, los factores de la felicidad siempre fueron la educación, en primer lugar; el amor, en segundo y, por último, el dinero. No era fácil. Nadie medía las incidencias de la evolución dictada por cada una de estas dimensiones. La educación apenas existía y de ahí que se recalcaran, sobre todo, las relaciones personales, dictadas en el fondo por la educación recibida: unos eran más proclives al entendimiento y otros, más xenófobos.
El amor transformaba a unos en personas que sentían mucho menos miedo que los demás, y a otros los dominaban los celos, transformardos en un sentimiento de propiedad. Para ellos era algo omnipotente que ocupaba todo el espacio disponible en la mente.
La tercera variable apenas contaba. Es cierto que se daba siempre un porcentaje fijo de gente incapaz de ponerse en el lugar de los demás: tanto en el nivel educativo como en el del afecto o el del dinero. Tradicionalmente se los calificaba de psicópatas.
Un porcentaje fijo de personas estaban fisiológicamente discapacitadas para ponerse en el lugar de los demás. Entre los presidiarios este porcentaje superaba el promedio, pero al considerar el total resultaba un porcentaje fijo de afectados. Esto no ha cambiado, a pesar de los esfuerzos para mejorar el ánimo y el estado general de la gente.
La gran noticia apenas comentada o anotada por los observadores del quehacer social tiene que ver con la convulsión experimentada por el orden de prioridades de las dimensiones del bienestar social. Resulta que en lugar de la invariabilidad tradicional en los impactos respectivos de la educación, el amor y el dinero, este último ha dado un salto y se ha colocado en cabeza de los factores de la felicidad.
Es un dato insospechado que el nivel educativo haya dejado de ser el primer responsable de lo que nos pasa por dentro. Y que en su lugar –en estos tiempos de crisis iniciada en el año 2007– sea precisamente el dinero el principal responsable. Los políticos deberían centrar su estrategia en este cambio.