Todo el mundo habla del inevitable debilitamiento del poder de los estados autonómicos. Algo me dice que el proceso contrario es lo que ha empezado: la pérdida progresiva del poder del Estado hasta su desaparición. El Estado empezó hace unos ocho mil años, con los primeros asentamientos sedentarios; después de tantos años de nomadismo que se las arregló muy bien sin Estado.
Todos los estudios sobre la memoria a largo plazo apuntan a una debilidad congénita para recordar con detalle lo que estábamos haciendo entonces. Las investigaciones disponibles muestran que el recuerdo es muy exacto para reproducir en la memoria las grandes tendencias, pero no le pidamos peras al olmo buscando recuerdos precisos de cómo era la mujer más bella que conocí cuando tenía veinte años o la bici azul que me regalaron cuando tenía doce años para ir al instituto a pasar el día con los curas –el hermano Cebolla, entre otros–.
Digan lo que les digan los escritores, la verdad es que no sabemos cómo era nuestro colectivo indígena hace ocho mil años. Si estamos hablando del Homo sapiens y no de los neandertales, podemos asumir que los hombres eran más bajitos de lo que somos ahora; nos costaba algo más de esfuerzo concentrar la mirada y dormíamos con la manada. El mayor cambio tiene que ver con la esperanza de vida, que aumenta ahora dos años y medio todas las décadas.
¿Cómo empezó, realmente, el Estado? Es lógico pensar que, al optar por la vida sedentaria, a los pocos años se generó un excedente agrícola que era imprescindible proteger de los ladrones y curiosos. Aquel excedente era de todos y, por lo tanto, había que protegerlo.
Se empezó con un porcentaje irrisorio de los cereales recogidos –que se canalizaba hacia el recién constituido Estado– y se terminó con la situación atrabiliaria actual, que define al mundo moderno, de un Estado todo poderoso que se queda con un porcentaje muy apreciable de toda la energía producida, de todo el tráfico rodado, de todo el valor asignado a los viejos y nuevos productos. Ese Estado tenía un poder inconmensurable hasta que nació el poder autonómico, empeñado en hacerse un sitio en el rellano del acomodamiento.
En el cuidado del excedente se contó pronto con la ayuda de los gatos encargados de combatir a los ratones; los perros habían sido domesticados unos veinte años antes, pero nunca habían hecho gala de la tenacidad con que los gatos asediaban a los ratones, que proliferaban cerca de los graneros. Ladomesticación de esos animales desempeñó un papel importantísimo en el propio despertar del hombre: de ellos aprendimos, con toda seguridad, a fijar la atención, a imitar lo que los demás estaban haciendo y hasta a empatizar con ellos; en eso está la base de lo que hoy llamamos‘aprendizaje social y emocional’.
El gran misterio es el de haber abdicado en el control del poder del Estado. Sin comerlo ni beberlo –más bien gracias a una crueldad refinada de los que contaban con el poder–, muy pocos gozaban del privilegio de no alimentar con sus impuestos al número creciente de funcionarios. Las redes socialesfueron la gota que colmó el vaso insaciable del poder. Hace ya más de diez años, un exministro de Hacienda me contó antes de morir: «No se te ocurra nunca esconderle nada al estado, porque lo saben todo de antemano».
Afortunadamente, el Estado de verdad ha chocado con su hermano pequeño: el Estado de las autonomías. Este último se aplicó con timidez y falta de competencia en expoliar, pero antes de veinte años le ganará en todo a su padrino y maestro, hasta arrebatarle todo el señorío.