Es pleno agosto. Es fácil preguntarse qué estará pasando por la cabeza de la gente. El poder de la memoria es muy precario, y lo máximo que alcanzamos a recordar son dos o tres cosas a la vez; el resto lo arrinconamos en la trastienda.
Como he recordado más de una vez a mis amigos del mundo de la judicatura, por favor, que no se hagan ilusiones de recordar detalles importantes pero secundarios: lo más probable es que a los pocos días les quede grabado en la memoria solo aquello que han vivido con gran intensidad.
Este verano llama la atención, sobre todo, el triste accidente ferroviario de Santiago; han muerto tantas personas que estará en nuestra memoria durante un buen tiempo. La discusión parece haberse centrado en saber si el responsable aparente lo era de verdad o más bien en descifrar si, detrás de tanta tragedia, había una responsabilidad colectiva que afectara a más de una persona.
Lo que no hemos oído todavía es la voz huracanada de los pocos que ahora aciertan a formular sus sospechas, pero que sin lugar a dudas se impondrá en el futuro como único estallido de una verdad innegable. No es fácil desentrañar la realidad que nos acosa. Dentro de veinte años, no obstante, nadie tendrá la menor duda de que en la base de tanto quebranto está la ausencia de un cambio revolucionario en las llamadas «políticas de prevención».
España no es el único país afectado. Lo es Japón, con las averías en las centrales nucleares. Lo es Estados Unidos, con la violencia inesperada que estalla en una escuela indefensa. Lo son los países africanos, en los que se ceban holocaustos sanitarios como la malaria. Lo son los países de la ex-Unión Soviética, donde han ocurrido accidentes de tráfico aéreo no siempre explicables.
De una manera u otra son todos ejemplos del gravísimo error cometido por sociedades enteras al sopesar las ventajas y los inconvenientes de los grandes avances tecnológicos. ¿Por qué se han dedicado tan pocos recursos y esfuerzos a calibrar todos los costes y beneficios de los grandes saltos tecnológicos?
Parece extraño, pero se aceptan con poco análisis las implicaciones sociales de un posible fallo tecnológico. Vamos a ver. Esto debería distinguirse claramente –esto se hace bien la mayoría de las veces– en el estudio detallado de los beneficios que aporta un proyecto tecnológico y de los costes implícitos en el que la elucubración tecnológica deje de funcionar por una u otra razón.
Ahora bien, por una u otra razón nadie añade en el complejo cálculo de las cargas y beneficios la responsabilidad social. Todo aquello que no cabe en el simple cálculo de costes y beneficios referidos al producto, sin tomar en consideración el efecto social, es mil veces más impreciso pero igualmente ponderable.
Cualquier avance tecnológico sobrepasa los límites del simple avance tecnológico. Es lo que algunos profesionales responsables denominan políticas de prevención social necesarias para que las nuevas tecnologías tengan algún sentido y que no puedan descartarse.
Es absolutamente fruto del engreimiento creer que la lucha contra el cáncer se puede abordar sin un replanteamiento costoso y detallado de la política alimentaria; que el mantenimiento de la oferta tecnológica de tipo nuclear se puede abordar mediante la simple construcción de una central nuclear adicional, en lugar de aumentando la inversión para prevenir todos los riesgos asumidos.
Las políticas de prevención dicen bien a las claras que son absolutamente necesarios gastos de defensa adicionales para proteger instituciones o escuelas que no pueden dejarse al puro cuidado de unos pocos policías. Nadie habla de ello, pero es preciso replantearse el alcance y el contenido de las políticas de prevención. Alguien nos convenció hace años de que era mejor prevenir que curar. En el campo tecnológico no hay otra solución.