No es un dato nuevo que Colombia está entre los seis países más inequitativos del mundo, superado solamente por algunas repúblicas africanas y latinoamericanas. En cambio, lo que no se conoce bien son las causas que han conducido al país a esta horrible situación. No me refiero a las causas que explican los teóricos de la economía mediante modelos abstractos y progresiones estadísticas, sino a las causas reales, las que tienen nombre propio, filiación política y adhesión ideológica, y que durante décadas han ido estableciendo un sistema excluyente que privilegia a unos pocos y somete a la gran mayoría a condiciones de vida que no se compadecen con los mínimos requeridos por la dignidad humana.
La historia del siglo XX colombiano, que está por escribirse, es la de las leyes que promovieron o permitieron la consolidación de un régimen inclemente de inequidad social que cualquiera que posea un mínimo de sensibilidad ante la injusticia, no dudaría en reconocer como una enorme vergüenza. La preocupación por el drama inmenso de la pobreza en el mundo está en el corazón del programa del papa Francisco, quien conoce muy de cerca el verdadero drama de América Latina: el de los millones que carecen de las condiciones básicas para asegurar una vida digna para ellos y los suyos, el de los niños abandonados y maltratados, el de las familias desbaratadas por la violencia, el de la frustración económica, de la falta de educación y de trabajo. La pobreza extrema es escandalosa porque escándalo significa tropiezo y una sociedad, que se dice mayoritariamente cristiana, tropieza en su fe y cae estrepitosamente si permite las condiciones de vida indigna y de pobreza extrema de la inmensa mayoría. Ningún estado es verdadera democracia sólo por promover en el papel el respeto a los derechos fundamentales.
Que el papa Francisco haya decidido poner a los pobres en el foco de sus cuidados promete arrojar mucha luz sobre todas estas graves incoherencias. Una mirada similar a la que Juan Pablo II, hace ya más de tres décadas, proyectó sobre los países del telón de acero cuando asumió la voz de la Iglesia del silencio. El respeto a la dignidad humana es una tarea pendiente para nuestras democracias dominadas por el liberalismo económico de tipo capitalista. Al menos en lo referente a la tragedia de quienes viven en la extrema pobreza, sin acceso a la educación, al trabajo, al salario digno, a la cultura, a la recreación, a la salud, a la paz, a la seguridad jurídica, a la propiedad de sus parcelas o a una verdadera participación política (que no puede reducirse al voto de rigor a cambio de un almuerzo y de promesas que jamás se cumplen).
Si en el tercer mundo predomina la pobreza material y, como consecuencia, la inequidad social, en el primer mundo impera la pobreza espiritual que trata de suplirse en vano con el consumismo. El mundo está sujeto a un orden global plagado de contradicciones y graves incoherencias, donde todos pierden. Pierden los pobres, aplastados por una mano invisible, por un desorden estructural pecaminoso del que nadie se hace responsable (todos los culpables esconden su rostro tras de la nebulosa de los tecnicismos de la economía), y pierden también los beneficiados del sistema, con la conciencia anestesiada por una prosperidad egoísta que desemboca muy a menudo en la superficialidad, la insensibilidad y la muerte de toda trascendencia.
Tarea titánica la de Francisco, que con sólo mencionar su preferencia por los pobres, metió ya el dedo en la llaga de la gran vergüenza de nuestro país y del mundo entero.
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