“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.” El célebre inicio de Historia de dos ciudades de Charles Dickens bien podría servir hoy para referirse a dos islas cuyas vicisitudes recientes no podrían lucir más parecidas y las medidas para enfrentarlas más opuestas.
Situada en los helados confines del Atlántico, Islandia no fue poblada hasta que los primeras exploraciones vikingas arribaron a sus costas en el siglo IX de nuestra era y, tras una larga unión con Dinamarca y una breve ocupación aliada durante la segunda guerra mundial, alcanzó su independencia en 1945; de suave clima mediterráneo, Chipre presume en cambio asentamientos humanos desde el décimo milenio antes de nuestra era, y sus tierras fueron sucesivamente ocupadas por griegos, asirios, egipcios, persas, franceses, otomanos y británicos hasta su independencia en 1960, aunque desde entonces su parte norte se haya bajo el control de fuerzas turcas.
Hasta hace muy poco, la primera era conocida por su alto nivel de desarrollo, sus paisajes agrestes o imponentes -en el volcán Snaesfellsjökull sitúa Jules Verne el inicio de su Viaje al centro de la tierra-, sus aguas termales y la hospitalidad de sus poco más de 300 mil habitantes; la segunda, por su alto nivel de desarrollo, la suavidad de sus playas y la riqueza de sus sitios arqueológicos -según la leyenda, en sus mares emergió Afrodita- y la hospitalidad de su más de un millón de habitantes. Paraísos quietos y serenos, más o menos apartados de los centros de poder global, que uno jamás hubiese imaginado sometidos a las violentas crisis económicas que terminaron por azotarlos.
A partir de los noventa, las dos islas se convirtieron en dos de los más apreciados centros financieros del planeta (como proclamaban los especuladores que se instalaron en sus capitales). Si bien sus economías habían prosperado gracias a una cuidadosa supervisión de sus pequeños sistemas financieros, a partir de entonces se vieron sometidas a la ola de privatizaciones y desregulación que asoló buena parte del planeta y sus bancos se vieron transmutados en gigantes de proporciones mitológicas cuyas drásticas caídas las arruinaron por completo.
Auspiciados por políticos corruptos, ineficaces o ciegamente entregados al neoliberalismo, los banqueros locales transformaron sus negocios en emporios especulativos que manejaban miles de millones de dólares de ávidos especuladores extranjeros -ingleses y holandeses en Islandia; rusos en Chipre-, ajenos a los intereses de las islas. Inmersos en una burbuja inmobiliaria que de inmediato se volvió una burbuja de crédito, sus sistemas financieros de pronto manejaban capitales infinitamente mayores a sus productos internos brutos: los paraísos de hielo y arena habían ahora eran paraísos fiscales.
Cuando en el verano de 2008 reventó la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y el mundo se precipitó en la recesión que continúa hasta nuestros días, Islandia fue una de sus primeras víctimas. Sus virtuosos ciudadanos, curtidos por la aspereza del clima y su austeridad luterana, observaron con azoro como sus tres grandes bancos se precipitaban en la quiebra, arrastrando consigo toda la economía del país. Sin aprender en cabeza ajena, un lustro después Chipre se ve sumido en la misma postración.
Hasta aquí los parecidos. Porque, tras una serie de protestas sin precedentes, los ciudadanos islandeses decidieron ignorar los preceptos de la ortodoxia económica internacional, devaluaron su moneda, se negaron a pagar a los especuladores holandeses y británicos -recientemente el Tribunal de la Asociación Europea de Libre Comercio confirmó la legalidad de la medida- y prosiguieron causas criminales contra los políticos y los banqueros que los condujeron al desastre. En Chipre, en cambio, tanto la élite local como los funcionarios de la Unión Europea se las han ingeniado para operar el peor rescate posible, el cual ha contemplado la medida extrema de congelar los depósitos de los ahorradores (cuando los especuladores rusos habían emprendido ya la huida), en una suerte de “corralito” mediterráneo.
Islas como laboratorios. Islas como metáforas. Islandia como excepción, Chipre como regla. Lo peor es que lo ocurrido con esta última no hace sino demostrar que hay algo irremediablemente podrido en nuestra globalización económica, pues ninguna de estas catástrofes -que son ante todo catástrofes humanas- ha conducido a nuestros dirigentes a eliminar esos paraísos fiscales que cuando prosperan sólo benefician a los ricos y cuando quiebran sólo hunden a los más pobres. Al parecer nos ha tocado vivir en el peor de los tiempos, en la edad de la locura, en la época de la incredulidad, en la era de las tinieblas y en el invierno de la desesperación.
El blog de Jorge Volpi. Twitter: @jvolpi