Es motivo de celebración que Naciones Unidas reúna a tantos ministros de educación del mundo y que lo haga con cierto sentido de urgencia ante la mala actuación de los sistemas educativos, situación agravada exponencialmente por la pandemia, que amplió las brechas existentes en el acceso a la educación, en los maestros, y en la calidad de las instituciones educativas. Aunque todavía nos debemos muchas cifras, aquellas que comienzan a difundirse nos alarman y nos ponen frente a un escenario difícil, doloroso y que nos debe convocar a todos.
Según estimaciones del Banco Mundial, los niños, niñas y adolescentes de América Latina y el Caribe que han vuelto a la escuela tras el COVID-19 se han retrasado, en promedio, entre uno y 1,8 años; como era previsible los estudiantes más vulnerables se han quedado mucho más atrás que aquellos que tenían Internet, poniendo en evidencia la falta de acceso a la conectividad, sobre todo en los países emergentes.
Cómo señalaron en un informe conjuntamente elaborado por este organismo, UNICEF, UNESCO y el Diálogo Interamericano, América Latina y el Caribe ha sufrido uno de los cierres de escuelas más largos del mundo. “La región fue golpeada en forma inusitada en términos sanitarios, económicos y educativos donde alrededor de 170 millones de niñas, niños y adolescentes se vieron totalmente privados de educación presencial -aproximadamente 1 de cada 2 días de clase-”. Los datos refieren que “4 de cada 5 estudiantes de sexto grado no serían capaces de entender e interpretar adecuadamente un texto de longitud moderada y esta pérdida de aprendizaje se traduciría en una disminución de cerca del 12% en los ingresos a lo largo de la vida de un estudiante actual”.
La mala calidad educativa general y la poca capacidad de retención que tienen las escuelas primarias y secundarias son factores que se suman a lo anteriormente mencionado. Por todos estos motivos- más muchos otros que se arrastran hace décadas- es que hay que esperanzarse ante reuniones de este estilo.
Ahora bien, es necesario que este encuentro que pone nuevamente en agenda de organismos internacionales y Estados a la educación, culmine con un itinerario específico de reformas, de mejoras con sentido de urgencia y con la apertura al debate a nuevos actores, permitiendo que todos aquellos que quieran sumarse a mejorar los sistemas educativos lo puedan hacer.
Con esto último me refiero al sector privado. Siempre me llamó la atención que estas conferencias internacionales no tomen en cuenta el enorme rol e impacto que puede tener este sector:, generar alianzas estratégicas, colaborar con la inserción de estudiantes al mundo laboral, aportar innovación y eficiencia a través de productos, servicios y gestión y esto debe estar presente en en todas las naciones.
En general, en estos encuentros se invisibiliza a un sector relevante que puede colaborar generando políticas y promoviendo legislaciones para que más actores que no provengan del Estado, puedan involucrarse en la transformación educativa.
Estamos en un momento importante para comenzar a articular miradas, aspectos, intercambiar experiencias y debatir propuestas. ¿Para qué? para que animemos a más a buscar el cambio educativo, para sumar voluntades y trabajar por la calidad, para dar lugar a la discusión sobre las capacidades y necesidades que se requieren hoy en los ámbitos laborales y sobre todo para que hagamos sinergia pensando en un futuro prometedor más que aterrador. Creo fervientemente que tenemos que darnos estas discusiones, que el sector público debe entender la oportunidad que existe en sumar nuevos actores y que las políticas públicas que promuevan estos temas son necesarias. Unificar esfuerzos con quienes estamos interesados en dejar atrás la postal de la urgencia y las cifras alarmantes es necesario