Esta semana se consolidó el triunfo de Hillary Clinton en las primarias del Partido Demócrata. La ex senadora y secretaria de Estado no solo ha calzado en la matemática de los delegados electos y superdelegados del partido para nominarla en la convención, sino que es la candidata que ha sumado más votos populares a escala nacional, comparada con cualquier otro precandidato Demócrata o Republicano, e incluso en estados “pendulares”, como Florida y Virginia (llamados “swing” states), que constituyen la arena donde se define la contienda presidencial de Estados Unidos, bajo las complejas reglas del colegio electoral.
Clinton ha logrado sintonizar con las aspiraciones de continuación de la agenda de Obama que cuenta con un sólido respaldo del 52% tras ocho años en el poder. Y ha agregado reformas y nuevos alcances para persistir en el objetivo de cerrar las desigualdades y remover las barreras al progreso de los sectores trabajadores y de la clase media, las mujeres, la población afroamericana, y los inmigrantes de origen latino. Pero no solo eso. Su agenda representa también una pragmática contención a las corrientes reaccionarias, radicales y dogmático-religiosas que se erigen desde el Partido Republicano en la voz de personeros como el senador Cruz, o las actitudes divisionistas, xenofóbicas y racistas, expresadas por el inefable Donald Trump, quien sigue avanzando hacia la nominación republicana con comodidad.
Por su parte, el senador Sanders ha conectado con la juventud desde el campo demócrata, a través de sus plateamietos de justicia social en materia educativa y de salud pública, pero sobre todo con su radical cuestionamiento al sistema de financiación de la política, que en su opinión confisca el proceso democrático en beneficio del gran capital, emblematizado por la satanización de Wall Street.
Clinton, en su discurso del martes, luego de ganar las primarias de Pensilvania, Maryland, Connecticut y Delaware, (que se sumaron a su contundente triunfo en Nueva York la semana anterior), fue muy concisa y precisa al tender un puente al senador Sanders para avanzar unidos en una agenda con la que ella está igualmente comprometida: una reforma a fondo para evitar que el sistema de financiación de la política distorsione el proceso democrático.
Hillary Clinton ha sido visionaria al ejecutar, a lo largo de su aspiración en las primarias, una estrategia de consolidación y apoyo de la plataforma parlamentaria del partido demócrata, para lo cual organizó tempranamente un comité conjunto entre su comando de campaña y el partido demócrata a escala nacional, así como las seccionales del partido en los estados. Con esa estructura, Hillary Clinton ha configurado una maquinaria financiera y operativa para ganar la Presidencia y retomar el Congreso. Y las proyecciones permiten hacer pronósticos muy positivos en la recuperación del control del Senado. El control de la Cámara es más difícil, pero la tragedia por la que atraviesa el partido republicano jugará a favor de Hillary, sobre todo si el senador Sander se incorpora entusiasta, como lo harán en su momento el presidente Obama, la primera dama Michelle Obama, la senadora Elizabeth Warren y el vicepresidente Joe Biden, pilares del movimiento progresista que tanto moviliza a los jóvenes “milennials”, audiencia clave para hacer la diferencia electoral en todos los órdenes.
Ese capital electoral juvenil y progresista es elemento que repetiría, en torno al Partido Demócrata, la amplia coalición que logró ensamblar Barack Obama cuando derrotó a la propia Clinton en 2008, para gobernar con ella como su secretaria de Estado durante buena parte de sus dos periodos.
Dicho lo anterior, mientras los demócratas construyen una coalición social y política amplia y diversa, la tragedia de los republicanos es inédita. Cuando ganó Obama la Presidencia, se fijaron como único cometido impedir su reelección. El líder del partido en el Senado, Mitch McConnel, lo dijo públicamente: “Tenemos un solo objetivo, que Obama solo gobierne un periodo presidencial”. Sin ninguna propuesta frente a su mandato popular, se emplazaron en una posición obstruccionista. Un ejemplo emblemático de ello es la oposición sin propuestas a la ley de reforma del sistema de salud, conocida como Obamacare. No supieron dar lectura a las aspiraciones populares con esa postura reaccionaria. Obamacare es una reforma imperfecta, con críticos desde la izquierda y la derecha del espectro ideológico, pero permitió ampliar la cobertura con base en el sistema asegurador, alcanzando a más de 17 millones de personas que no tenían acceso a la salud. Las encuestas indican que más del 60% de los americanos apoya una legislación que intervenga en la solución del acceso a la salud. Y es mayor el número de personas para quienes la salud es un derecho que debe ser garantizado, (pero al comienzo de la reforma solo el 40% la apoyaba, no obstante el 60% en desacuerdo se dividía entre quienes pensaban que había que reformarla y quienes se oponían a todo tipo de reforma sanitaria, que representaba solo un tercio de los americanos). Hoy el 47% apoya la reforma de Obama y 30% la rechaza abiertamente, es decir, no es en el obstruccionismo o la oposición radical donde se puede ganar apoyo, sino en el terreno de las propuestas. Eso no lo ha entendido el liderazgo que domina la escena en el campo republicano. Por un buen tiempo insistieron en que el plan económico de Obama era socialista y que llevaría al país a un desastre fiscal. Entre sus resultados, el gobierno de Obama redujo el desempleo del 12% al 4,5% a través del crecimiento del empleo en el sector privado y la reducción del tamaño del sector público, y el déficit fiscal se redujo del 8% al 2,6% del PIB. En el aquelarre de señalamientos, Donald Trump apareció abanderando el planteamiento según el cual Obama no era ciudadano americano; y desde esas huestes también se levantaba el llamado Tea Party, que caracterizaba a Obama como un caballo de Troya del Islam, jugando con su nombre Barack Hussein Obama, así como la nacionalidad y religión de su padre, a quien prácticamente el presidente no conoció, pues se crió con su madre y abuelos en Hawai, donde nació.
En el camino, las políticas económicas de Obama dieron resultado. El país salió de la crisis sin inflación, con el déficit fiscal bajo control, llegó al pleno empleo, e incluso, la operación de salvamento del sector financiero resultó exitosa y rentable para el fisco, igual que la de la industria automotriz. En materia de seguridad nacional, Obama puso fin al conflicto en Irak y su gobierno atrapó a Osama Bin Laden (en un operativo que se cobró la vida del líder terrorista más buscado por Estados Unidos y el mundo), echando por tierra el argumento de su incapacidad para enfrentar al enemigo del terrorismo. E hizo todo eso evitando siempre la radicalización que identifica erróneamente en el mundo musulmán al enemigo.
Quedan pendientes grandes desafíos, pero, salvo por la opinión de la mayoría republicana en el Congreso, todos los expertos en materia nuclear aplauden y apoyan el tratado suscrito por Irán con Estados Unidos, Alemania, China, Francia, Inglaterra, Japón y Rusia, además de la ONU; y complejos problemas, como el de ISIS y Siria, se vienen trabajando en amplias coaliciones internacionales y sin el unilateralismo que tanto estimula el radicalismo. En su afán por acabar con Obama, los republicanos cultivaron el radicalismo antipartidista del Tea Party, y luego enfilaron a su vez contra Hillary Clinton (a quien anticipaban la candidata demócrata desde entoces) con una sediciosa campaña de descrédito con el asunto de los emails y los sucesos de Bengazi.
El Partido Republicano quedó secuestrado por los extremos y sin propuestas. Su único planteamiento se basa en el obstruccionismo, la negación y la guerra sucia de opinión pública. Desde ese extremo se crearon las condiciones para el fenómeno que hoy los agobia: Donald Trump y Ted Cruz. Hace meses, el senador Lyndsay Grahman, de Carolina del Norte, quien integra el liderazgo más sensato del partido, expresaba que la decisión entre Trump o Cruz era como escoger la muerte por una bala o envenenado. Esta semana se filtró la grabación de una conversación del último líder de la mayoría republicana, John Boehner, en la que dijo, ante el dilema Trump, que Cruz era “carnal de Lucifer”. Menuda tragedia.
Lo cierto es que los sondeos de opinión ya muestran que, frente a Trump o Cruz (y problamente el primero será el abanderado republicano), la ventaja de Hillary Clinton sobre ambos es de dos digitos porcentuales. Pero en los llamados estados pendulares, donde deciden los electores independientes y la diversidad social o étnica, sin que tenga peso el factor religioso en las decisiones políticas, las ventajas de Clinton sobre Trump y Cruz se abren hasta niveles que superan el 20%. Pero hay un agravante. Una encuesta publicada esta semana por la Universidad de Sufolk indica que 40% de los republicanos declara que no votaría por Trump de quedar electo candidato; y un 20% de los electores republicanos votaría por Hillary Clinton. Esto abre el juego en algunos estados con el perfil de Wisconsin o Carolina del Norte, que normalmente se inclinan por candidatos presidenciales republicanos, a favor de Hillary Clinton, escenario en el cual la victoria demócrata podría venir acompañada, como ocurrió con Obama en el 2008, de mayoría en ambas cámaras del Congreso.
Lo que sucede en Estados Unidos es muy relevante en el terreno de la política global. Y nos enseña que el radicalismo movilizado por los prejuicios y la rabia, así como los dogmatismos y fanatismos, son el peor enemigo que se puede cultivar en política.
Aparentemente, le tocará a una mujer, histórico momento, tomar la batuta de su compañero afroamericano de partido y gobierno, para consolidar el proceso de inclusión que inició históricamente con el derecho al voto de ambos grupos sociales, hasta llegar a su empoderamiento y ejercicio ejemplarizante e incluyente de liderazgo desde la Presidencia del país más poderoso del planeta.
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