En la escena que más risas desata en el público mayoritariamente clasemediero en la sala de la colonia Escandón a la que asisto, Peter (Carlos Gascón), el vividor que mediante amenazas y chantajes está a punto de casarse con la hija del empresario Germán Noble (Gonzalo Vega), se ve obligado a revelar sus datos personales al notario que está a punto de concederle una tajada sustancial del patrimonio de su prometida. A lo largo de toda la comedia lo hemos visto presumir un machacón acento español -y un estilo que remite al de Colate, hasta hace poco marido de Paulina Rubio-, y de pronto nos enteramos de que el simulador nació en Cholula, Puebla (si bien alega haber estudiado en Salamanca.)
Que este gag se alce como el punto más hilarante de Nosotros los nobles(2013), la primera película de Gaz Alazraki, da cuenta de los alcances de su humor. Y que este remake de El gran Calavera, la segunda película mexicana de Luis Buñuel (1949), se haya convertido en pocas semanas en la cinta más taquillera del cine nacional, revela que la aplastante inequidad que sufre nuestro país desde los años cuarenta, y que no ha hecho sino acentuarse en los últimos decenios, continúa siendo terreno fértil para la sátira social, por pedestre que ésta sea.
Obligado a trabajar a partir del guión de Luis y Janet Alcoriza, una especie de fábula moral que retrataba los excesos de la incipiente burguesía mexicana de aquellos años, Buñuel filmó una de sus películas menos relevantes, apenas punteada por sus buenas actuaciones (con Fernando Soler en el papel del Calavera) y una mirada que se regodea en desnudar algunos de los tics y las manías de esa incipiente clase social que, una vez cerrada la etapa revolucionaria, estaba a punto de adueñarse de México.
Setenta años después, los excesos de los personajes de Buñuel se han convertido en benévolas caricaturas frente al imparable ascenso de los millonarios mexicanos, los cuales desde que se inició la liberalización de nuestra economía en los años ochenta no han encontrado límite alguno a sus ambiciones. Lo que en Buñuel era una lección de moral dada a esos rancios petimetres, se transforma en manos de Alazraki en una suerte de lavado de cara de nuestros pirrurris, yuppies, hipsters y mirreyes, quienes con una mínima presión parecen capaces de redimirse y de demostrar que son tan frágiles y humanos como cualquiera.
La trama de Nosotros los nobles -las múltiples referencias a la época de oro del cine mexicano resultan tan superficiales como vanas- es de sobra conocida, así que no temo arruinarle la tarde a quien aún no la haya visto. Un rico empresario viudo de pronto se da cuenta de que sus tres hijos, la fresa Barbie (Karla Souza), elyuppy Javi (Luis Gerardo Méndez) y el hipster Charlie (Juan Pablo Gil), malgastan sus días y su fortuna en toda suerte de excesos, desde las borracheras del mayor hasta los deslices eróticos del menor, pasando por el amorío de Barbie con el insufrible Peter. A fin de darles una lección, Germán Noble finge que el sindicato de sus empresas ha descubierto un fraude millonario, confiscando sus propiedades y obligándolos a vivir como pobres, refugiados en la casona abandonada del abuelo.
A partir de esta premisa -calcada de la de Buñuel-, cada uno de los hijos irá descubriendo sus errores al enfrentarse a la dura realidad del mundo, convirtiéndose (en teoría) en seres humanos más responsables y solidarios. Así, Barbie dejará a Peter -exhibido como un pícaro, más que como un malvado- y se enamorará de Lucho, el hijo de la sirvienta con quien coqueteaba desde niña, mientras que Javi montará un negocio con los amigos que conoció como chofer de microbús y Charlie al fin encontrará a una novia de su edad. Revelado el engaño del padre, se suceden los previsibles enojos de los hijos, la reconciliación y el ineludible final feliz.
Desde las obras de Aristófanes, Plauto, Lope o Molière, las grandes comedias siempre fungieron como termómetros de la sociedad. Al ridiculizar a los avaros, los presumidos o los sabihondos -a los poderosos-, sus autores mostraban las llagas de su época y, en los mejores casos, se convertían en catalizadores del descontento o la frustración. No puede exigirse que todas las comedias busquen esta dimensión artística, pero que la película más vista en México en los últimos años sea una burda reivindicación de nuestros ricos, los cuales a pesar de sus defectos terminan por despertar todas nuestras simpatías, la convierte más bien en cómplice del statu quo.
Cuando casi al final del filme Germán Noble le revela la verdad a sus hijos, Barbie no puede creerlo y le recuerda a su padre el momento en el que les anunció que el sindicato había clausurado sus empresas. A lo cual Noble responde, en la única línea verdaderamente ácida de la película (que no tardará en quedar sepultada bajo de la melosa reunificación familiar): “Si ni siquiera tenemos sindicato”. Poco importa: aún así los queremos.
El Blog de Jorge Volpi El Boomerang Twitter: @jvolpi