Estados Unidos es uno de los países con mayor productividad del mundo, y donde la cantidad de horas promedio de trabajo es de las más altas entre las naciones desarrolladas, de acuerdo con los índices de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Sin embargo, mucho ha cambiado luego de estos años de pandemia, que todavía no estamos seguros cuándo y cómo terminará.
Millones de personas han perdido sus empleos debido a las largas cuarentenas y al cierre de industrias completas, como el turismo, pero en la mayoría de los países desarrollados la tasa de desempleo ha estado bajando rápidamente. Sin embargo, estamos enfrentando un fenómeno nuevo, de millones de personas que han renunciado a sus empleos, y a pesar de que las empresas están haciendo esfuerzos de contratación, no logran llenar las posiciones vacantes.
Una encuesta en marzo de este año, realizada por Indeed, uno de los principales sitios de búsqueda de empleo, encontró que la mitad de los participantes decía estar agotado de su trabajo. Durante el 2021 más de 4 millones de personas en Estados Unidos dejaron sus empleos, y gran parte de ellos no han vuelto.
Es cierto que los expansivos programas sociales que ofrecieron los gobiernos durante la pandemia han generado en varios sectores económicos una vuelta más lenta al trabajo, pero este fenómeno que estamos observando es diferente, tiene más que ver con gente que la pandemia le generó un cambio de perspectiva, un cambio de valoración del trabajo, una búsqueda de equilibrio, de rebalancear su vida ya sin poner el trabajo en el centro o como prioridad.
Un importante empresario Latinoamericano del sector energético me comentaba que a raíz de la renuncia del director financiero de sus empresas, con quien trabajaba hace más de 15 años, “estamos repensando para qué trabajamos tanto, estamos repensando el trabajo en una mirada más amplia de la vida; estamos finalmente desafiando los esquemas predominantes de lo que es tener éxito en la vida y cómo alcanzar la felicidad”.
Pareciera que estamos en un punto de inflexión, donde como sociedades estamos reevaluando el rol del trabajo en nuestras vidas, en que queremos trabajar, qué tiempo queremos dedicarle a actividades de entreteniendo, de recreación, a la familia y a los amigos, como lo señalo en mi reciente libro “Sin Trabajo, El Empleo en América Latina, entre la pobreza, la educación, el cambio tecnológico y la pandemia”. Nos estamos replanteando la vocación, los intereses y lo que nos mueve.
Evidentemente, esta es una realidad para una proporción de la población, ya que una gran parte de los trabajadores no pueden dejar sus trabajos, aunque lo quisieran, y mucho menos darse la oportunidad de tomarse varios meses sin ingresos para repensar que hacen en el futuro. La pandemia, como en muchos temas, nos vuelve a hacer evidente y nos pone enfrente la desigualdad que existe en nuestras sociedades; desigualdad de oportunidades de acceso a trabajos de calidad.
Para grandes cantidades de trabajadores, en particular en América Latina y el Caribe, con los bajos niveles de educación y crecientes indicadores de empleo informal, el debate sobre trabajo remoto, sobre la utilización de tecnologías y la expansión de la inteligencia artificial, son ideas extremadamente alejadas de sus realidades, y que más que bienestar, probablemente contribuyan a un aumento de la desigualdad.
Es así donde el debate de las clases medias, de las elites académicas que muchas veces se enfocan únicamente sobre el futuro de personas con niveles de ingresos medios y altos; no pueden, ni deben, dejar de lado aquellos sectores que se están quedando con menos oportunidades, que necesitan soluciones público-privadas que les permitan valorizar sus capacidades y habilidades. Pero también y principalmente en promover políticas de generación de empleo, donde el sector privado es fundamental e insustituible y el Estado tiene un rol claro y predominante.