El pasado mes de julio, la OTAN, reunida en Polonia, tomó una decisión que marcó un hito histórico: se incorporó el ciberespacio como ámbito de operaciones militares. En lo sucesivo, el entorno digital tendrá la misma categoría que los dominios aéreos, marítimos y terrestres. Se admite de forma irreversible que en lo sucesivo las guerras tendrán lugar también en el ciberespacio. No por nada es cada vez más frecuente el uso del vocablo ciberguerra. De hecho, han estado ocurriendo ataques de escala limitada en todo el planeta, sin que seamos conscientes de la intensidad y gravedad del combate.
Los ataques cibernéticos a cuentahabientes en instituciones financieras son cada día más frecuentes. Y a menudo aspectos de la vida íntima de personalidades públicas, así como de quienes no tienen exposición mediática, circulan por redes y medios de comunicación, una vez que ciberdelincuentes sustraen información y la divulgan. A diferencia de los ciudadanos, más dispuestos a denunciar los ataques, las empresas muestran inclinación a guardar silencio, lo que contribuye a la reproducción de la criminalidad cibernética. Las estimaciones más conservadoras apuntan a que las pérdidas causadas por este tipo de delitos superaron en 2016 los dos billones de dólares, es decir, dos millones de millones. De confirmarse estas cifras, tendremos que aceptar que la industria de la delincuencia cibernética ha sobrepasado ya a la del narcotráfico, en menos de una década.
Los expertos se preguntan por los límites de esta amenaza. Por ejemplo, cuando un país interviene en el proceso electoral de otro, a través de ataques cibernéticos –como ocurrió con Rusia y sus manejos para favorecer la candidatura de Donald Trump y desmedrar la de Hillary Clinton–, ¿está afectando la soberanía de ese país, en este caso, los Estados Unidos? ¿Puede considerarse lo ocurrido como un atentado contra la soberanía, lo cual es equivalente a una hostilidad de carácter militar? ¿Cuáles son los criterios que trazan los linderos entre ciberdelincuencia y ciberguerra?
La guerra ya no será lo que era
El hecho de que las instituciones militares estén incorporando en sus visiones, especialidades y procedimientos el espacio virtual como arena de la acción militar no debe interpretarse como la simple adhesión de un nuevo ámbito. Es algo mucho más profundo y significativo. Supone adoptar lógicas, tácticas y estrategias inéditas hasta ahora. Las realidades creadas por la era digital tienen como consecuencia nada menos que la reinvención del pensamiento militar. Puesto que las hipótesis de seguridad han cambiado, los organismos responsables de la defensa –de los países, sus ciudadanos y sus bienes– están obligados a reformularse.
Como sabemos, los grupos terroristas están usando los recursos de internet para el reclutamiento de fanáticos que, con apenas algún entrenamiento, en poco tiempo matan a inocentes en lugares concurridos, a menudo bajo la modalidad de atentados suicidas. De forma paralela, el narcotráfico coordina sus redes y moviliza sus prácticas de blanqueo de dinero en operaciones gestionadas desde la red. Más alarmantes todavía son las noticias que informan de los cotidianos esfuerzos de los hackers por vulnerar los sistemas de seguridad y defensa de los países.
Hacer frente a estas amenazas exige no solo enormes cantidades de recursos, que deben incrementarse año tras año, sino la revisión de los paradigmas con que se determina la inversión y el gasto militar. Lo expondré con un ejemplo: quizás estemos entrando en una época en que la inversión en el desarrollo de sofisticadas baterías de misiles tendrá menos valor real que drones cada vez más inteligentes y silenciosos. Suman por decenas los episodios donde un solo hombre al frente de una pantalla es capaz de neutralizar a todo un colectivo organizado y armado. Vivimos una era en la que la defensa es indisociable de la cooperación y de operaciones a cargo de servicios de inteligencia cada vez más precisos y rápidos.
Estas realidades en crecimiento obligan a los ciudadanos, especialmente de América Latina, a preguntarse: ¿Están condenados los países más pobres a ser espectadores pasivos frente a las ventajas que las enormes inversiones en investigación les otorgan a los países más ricos? ¿Ha llegado, acaso, el momento de reorientar el gasto militar y enfocarlo a las nuevas tecnologías y herramientas de la cibernética? ¿Están debidamente adiestradas las instituciones policiales y militares para afrontar la abrumadora multiplicación de los delitos informáticos? ¿Pueden seguir siendo las instituciones castrenses unos colectivos que sintetizan su visión en la aparatosa solemnidad de un desfile militar, cuando un solo hacker, desde cualquier punto del planeta, puede vulnerar el resguardo nacional?
La seguridad, efectivamente, es una sensación. ¿Cómo se siente usted cuando sabe que sus datos, su información más crucial y sus secretos salen cada día al bosque donde merodea una manada de lobos feroces…?